En el proceso de conversión del presidente se pueden apreciar diferentes etapas, como diferentes son las vías, según la teología cristiana, que los místicos han de recorrer hasta la unión íntima con Dios. La vía purgativa consiste en la limpieza de todo que puede alejar al hombre del dios-capital: “Hay que ser socialista antes que marxista”, clamó la voz del Precursor en el desierto hace ya unos poquitos años. La segunda vía, la iluminativa, alcanza su cenit cuando el alma, fidedigna pupila de la moral escolástica, se deleita con la mirra que destilan los labios presidenciales al contemplar por vez primera a Su Santidad, el Papa negro. Finalmente, la vía unitiva tiene lugar cuando el argentinizador de las Españas toca con su mano el manto del Ungido americano, y este percibe cómo una gracia ha salido de él.
Zeta está sintiendo que su cuerpo levita, que vive sin vivir en él, con arrimo y sin arrimo, que todo él se va consumiendo mientras, tras saludar al Sacerdote y oprimir el envoltorio de su carne, realiza ímprobos esfuerzos por mantener herméticos los esfínteres, desvanecidos como margarina Ligeresa.
Zetaparo le ha enmendado la plana a los textos evangélicos y ha pensado que, mejor que eso de “La verdad os hará libres”, estaría estotro de “La libertad os hará verdaderos”. Lo anterior quizá le parezca una mariconada de frase. Bueno, una gilipollez y gilipolleza de frase. Zetaparo tiene la fe irracional del cruzado, del iluminado, del fanático, y ahora cree en la diosa Libertad por encima de todo. Al presidente convertido hasta le parecen divinas las expresiones de religiosidad en el ámbito público, y ya no juzga como reaccionarios a quienes se santiguan fuera del templo.
Lo que ocurre es que Zetaparo de Tarso se ha vuelto ahora un liberal. O, por ser más precisos, un libérrimo-liberrísimo. ¿Alguien lo duda todavía?
Joaquín María Cruz Quintás