JOAQUÍN MARÍA CRUZ QUINTÁS (Jaén, 1981) es licenciado en Filología Hispánica por la UJA. Doctorando en posesión del Diploma de estudios avanzados (DEA), otorgado por las Universidades de Jaén y Granada, dentro del Programa interuniversitario de doctorado El Veintisiete desde hoy en la literatura española e hispanoamericana (La Edad de Plata). Profesor de Lengua castellana y Literatura y Latín en el I.E.S. Ruradia (Rus, Jaén).

El síndrome de Homero


El ubetense Salvador Compán, en su ensayo Jaén, la frontera insomne, nos hablaba del síndrome de Homero, azote de todo ciudadano jaenés. ¿En qué consiste semejante síntoma malicioso? El gran poeta (¿o eran varios?) griego, tras perder la luz de los ojos, perderá también la posibilidad de espigar el cultivo de su ingenio, las palabras que él mismo había escrito con sus manos unos años antes. Homero será incapaz de admirar su propia obra, de medir la rotunda plenitud de sus versos, de conturbar su ánimo en el desciframiento del hexámetro dactílico. Necesitará de otros que le lean sus obras, que arrojen ante sus ojos secos y cosidos por el morbo los ritmos imperecederos de su épica, el vigor heroico o la fidelidad sin quebranto de sus personajes. Homero será ya incapaz por sí solo de penetrar su propio arte literario.

Algo así nos ocurre a los de Jaén. Siempre nos ha pasado. Necesitamos que alguien ajeno, forastero, nos descubra nuestras bellezas para poder admirarlas. Y me ha venido a la memoria esta tesis al pensar en la remodelación integral que se va a realizar en los jardines de la Alameda.

Recuerdo una excursión urbana realizada en el colegio a aquella zona, en los años ochenta, cuando la Alameda no era sino una escombrera de jeringuillas (las veíamos abandonadas sobre la hierba) y jeringueros (también los veíamos, con el brazo casi estrangulado por una cinta de tela opresora, junto al campo hípico). El jardín más antiguo de la ciudad se encontraba en un estado de postración absoluta, desmemoriado de paseos familiares y de conventos y ermitas derruidas, vaciado de su primitiva belleza, olvidado sucesivamente por políticos sin sensibilidad ni cultura.

La Alameda fue diseñada a finales del siglo XVI, en 1595, en unos años en los que el Concejo jaenés se mostraba novedosamente interesado en dotar a la ciudad de espacios urbanos donde la estética fuera el valor prevalente. La ideal ubicación de los jardines permitían no sólo disfrutar de los mismos (se plantaron numerosos álamos por aquellos años) sino también de las edénicas vistas que proporcionan los pagos del sur de la ciudad: Peñas de Castro, Zumeles, Cerro del Castillo, La Mella y, como queriendo arrasarlo todo con su soberbia, el monte gigantesco que los moros llamaron Cuz (Jabalcuz). A su abrigo, las obras inconclusas de una catedral cuyas naves llegarían a alcanzar la perfección absoluta unas décadas más tarde.

En 1621 se erige allí el convento de Capuchinos, desaparecido hace muchos años, y que dio nombre al lugar de manera muy eufónica: Alameda de Capuchinos. Durante el franquismo y hasta hoy, Alameda de Calvo Sotelo. Afortunadamente, ahora se vuelve a recuperar su denominación histórica. Por allí también estuvo el convento de Jerónimos y, desde 1625, el de las Franciscanas, conocidas popularmente como Las Bernardas, por haber sido favorecidas por el que fue obispo giennense don Bernardo de Sandoval y Rojas. Igualmente, existió una ermita dedicada a San Cristóbal en la que se veneraba una imagen de la Virgen de la Cabeza, y en cuya romería, para escándalo de las buenas costumbres, se hacía un uso non sancto de las geografías de la carne, en una simbiosis paradójica y, por ende, muy barroca, con el anhelo espiritual. Una interpretación acaso excesivamente libertina del Et verbum caro factum est, que obligó a las autoridades a intentar supervisar aquellas fruiciones venéreas de los giennenses del siglo XVII.

Esperemos que la remodelación (¿sabrán los urbanistas que van a intervenir en un espacio del XVI?) sea satisfactoria.

Joaquín María Cruz Quintás

Nuevo nombre para el blog

Desde hoy, el blog tiene nuevo nombre. O, para ser más exactos, desde hoy tiene nombre.

Contra-dicciones (dicciones, palabras, a la contra). Para seguir remando río arriba.

Retazos de freseología y léxico jaenés (XX)

Pejiguera: En Jaén se emplea esta voz, con cierta frecuencia, para aludir a la persona que, careciendo del sentido de la medida, se muestra excesivamente cansina en sus manifestaciones externas o en sus relaciones con los demás, ya sea puntual o habitualmente: La Vística, nene, qué tío más pejiguera,… vete a darte un paseíco, anda. En puridad, la pejiguera o duraznillo es un tipo de hierba (yerbajo) habitual en las riberas de arroyos y ríos, cuyas flores son espigadas, por lo que la molestia para quien las roza con su pierna es evidente.

Apollargado: De la misma familia léxica que polla, apollargado es un término cuya frecuencia de uso en el habla popular de Jaén es muy alta. Se utiliza para referirse a quien no parece muy avispado, a quien da la impresión de ser estulto o cipotón. En la vecina Granada, de manera curiosa, existe una variación en apollardado. Por supuesto, en la pronunciación de las dos voces se pierde siempre el fonema /d/ en posición intervocálica.

Joaquín María Cruz Quintás

La casi insólita sensatez de Muñoz Molina


El pasado miércoles tuve la suerte de poder acudir, en la vecina Úbeda, a la presentación de la última novela de Antonio Muñoz Molina, con presencia de su autor. Mientras aquel hombre menudo y con aspecto de opositor recién levantado, entre adánico y filosofal, hilvanaba un discurso preñado de coherencia y humanismo, mientras tejía aquella urdimbre de palabras y atinados conceptos como si de un tímido juglar se tratara, mientras nos enseñaba sin decírnoslo el modo de sacudirnos las babas del poder establecido, muchos de los allí presentes fuimos redescubriendo la honestidad intelectual del acaso mejor escritor de nuestras letras.

La noche de los tiempos, su nueva novela, está ambientada en los años de la II República española. Y de los hechos narrados en sus páginas, el lector podrá inferir la evidencia de muchos de los embustes que se nos vienen contando desde el mester de progresía, cuyos juglares son depositarios de otras actitudes menos virtuosas que las del autor jaenés.

Que la historia que nos cuentan en la tele –según la cual, Adán y Eva fueron expulsados de la II República- es una mera eyaculación mental carente en todo punto de base científica (esto es, histórica, y no exclusivamente memorialística) es un extremo que, para quien haya tenido acceso a la prensa y otras publicaciones de la época, carece de novedad. Sin embargo, escuchar la palabra mentira, aludiendo a los años 30, en boca de un republicano de izquierdas como Antonio Muñoz Molina es un hecho que otorga al pensamiento del novelista un extraordinario valor añadido. No es fácil abandonar el brasero del hogar progresista para ir a sacar la propia basura a la calle, porque huele y porque, fuera de las brasas, hace frío. Afirmaba Aristóteles: Soy amigo de Platón, pero soy más amigo de la verdad. En este aserto está contenida toda una actitud intelectual que desprecia los ropajes hipócritas de lo que, sencillamente, no es.

Se afirma que la libertad es la capacidad humana para decir o no. Más bien, para decir no. Pero la idea, el concepto, de libertad está necesariamente imbricada con la de verdad, de modo que no hay una sin la otra, ni otra sin la una. Muñoz Molina, desde una izquierda escasa y reflexiva (que no desde la religión pogre, abundante y majadera por igual), se aleja de aquellos políticos irresponsables que llevaron a España al naufragio. No es el primer republicano en hacerlo: Gregorio Marañón, Ortega y Gasset y Pérez de Ayala, fervientes defensores del advenimiento de la II República, llegaron incluso a terminar justificando el Alzamiento. Es evidente que Muñoz Molina nunca cruzará ese umbral. Pero seguramente suscriba la trágica afirmación del último de ellos: Cuanto se diga de los desalmados mentecatos que engendraron y luego nutrieron a sus pechos nuestra gran tragedia, todo me parecerá poco. Lo que nunca pude concebir es que hubieran sido capaces de tanto crimen, cobardía y bajeza.

Joaquín María Cruz Quintás 

Retazos de fraseología y léxico jaenés (XIX)

- Casquera: Derivado de la voz coloquial cascar (en su acepción de charlar) el término casquera se añade a la familia léxica de aquel en Jaén y otras regiones meridionales para sustantivar el verbo. Se utiliza para aludir al diálogo informal o de poca sustancia: ¡Vamos ya, con la casquera que me traéis! 

- Chuchurria: En Jaén es muy común, en el habla popular, el uso de la locución dar chuchurria, cuyo significado podríamos asimilar al de dar vergüenza (a menudo ajena) o dar pena (siempre que se trate de asuntos superficiales o exentos de gravedad, de manera equivalente al sentido que la mocedad actual suele dar, con inexactitud etimológica, al término patético): Ver a ese gachón en lo alto del escenario haciendo el cipote da chuchurria. La voz coloquial chuchurria formaría parte de la familia léxica de chuchurrido, palabra sí recogida en el DRAE y cuyo significado es el de marchito, ajado o agostado. En Jaén y en otras partes de Andalucía es habitual la variante popular de este vocablo, derivando en chuchumío.

De Abencerrajes, Jarifas y otras gentes extrañas


Dice un antiguo romance morisco que Tiene el Darro arenas de oro/ las tiene el Jenil de plata. / No hay otro Generalife / ni tampoco hay otra Alhambra. / Festejos y diversiones / para que luzcan sus gracias / quiere dar a las hermosas / el rey chico de Granada. Aquí, aunque haya rey, los que mandan son bufones, y se pasan la coherencia por el forro los... bemoles. Dejémoslo estar así.

Es difícil encontrar otra explicación, que no sea la de intentar distraer al electorado con festejos varios, a la propuesta, formulada por el Partido Socialista, de restituir a los descendientes de los moriscos expulsados de España hace ahora cuatrocientos años.

La famosa Ley de Memoria Histórica -valga la contradicción del sintagma, que en el dominio de la semántica tampoco andan muy finos- parece tener tanta habilidad para alejarse en el calendario como para ir dando saltitos (y, cuando es necesario, verdaderos saltos mortales) con el fin de evitar determinados episodios que, por su carácter macabro o sencillamente carnicero, pudieran cubrir de rojo, amén de la florecita, también el puño (siempre cerrado y en alto): No le toques ya más, que así es la rosa, escribió Juan Ramón. O así nos la han contado, que diría el otro.

Aunque acaso no sea esta sino un maniobra encubierta para hacer renacer el gusto maurófilo por la novela morisca, que tanto éxito cosechó en nuestro Siglo de Oro, y cuyo precedente relativamente cercano lo encontramos en los romances fronterizos: Moricos, los mis moricos, / los que ganáis mi soldada, / derribédesme a Baeza, / esa villa torreada, / y a los viejos y los niños / la traed en cabalgada / y a los moros y varones / los meted todos a espada, / y a ese viejo Pero Díaz / prendédmelo por la barba, /y a aquesa linda Leonor / será la mi enamorada. O, pensándolo mejor, más bien se trate de eso, de meter, aunque sea metafóricamente, todos a espada. A todos los malos, claro, que para los musulmanes del romance y para los adalides del Progreso no son sino aquellos que profesan o han profesado la fe católica. Cuya Iglesia debe de gozar en la actualidad de una salud ferruginosa, si tenemos en cuenta el retroceso histórico que a menudo realizan sus enemigos -en un esfuerzo intelectual verdaderamente ímprobo- para ponerla a parir.

En la literatura, la idealización del moro o musulmán resurgirá durante el siglo XIX con Álvarez Cienfuegos, Martínez de la Rosa o incluso Zorrilla, cultivando de nuevo la novela o la poesía moriscas. A la par, el interés por el exotismo de lo andaluz (en tanto que arabizante) guiará a los viajeros europeos por Andalucía husmeando el aliento de la antigua Al-Andalus, y despreciando sin empacho todo lo posterior, o sea, todo lo cristiano u occidental. Así, Úbeda y Baeza, leemos en sus apuntes, les parecerán municipios sin interés arquitectónico, y la catedral de Jaén un edificio carente de valía, afirmaciones que, por otra parte, no hubiera sido capaz de de afirmar ni el mismísimo Bartimeo de Jericó, aunque fuera por prudencia.

Pero esta virtud, tan cara como poco cultivada, sigue siendo ajena a muchos de nuestros politiquillos, enfrascados en el ajuste de cuentas permanente (aunque envuelto, para más INRI, en el celofán de un humanitarismo cutre) que nos podría llevar tranquilamente al pleistoceno, para condenar al rinoceronte lanudo por atreverse a ser el prototipo de la señorona pija con abrigo de pieles del barrio de Salamanca.


Joaquín María Cruz Quintás





Retazos de fraseología y léxico jaenés (XVIII)


- Trepolina: Con este término nos referimos los jiennenses al acto de de dar una voltereta, pero con la especificidad de hacerlo apoyando la cabeza en el suelo: “Cuchi, cuchi, qué trepolina ha dado el toro… ¡La Virgen, nene, qué cepazo!” En puridad, no es un vocablo exclusivo de Jaén, sino que se puede escuchar en otras partes de Andalucía, fundamentalmente en un ámbito popular o castizo.

- Chavea: Voz proveniente del caló, zincaló o romaní español, que con tales nombres se puede aludir a la variedad hispana de la lengua del pueblo gitano. En concreto, procede de chavaia, vocativo masculino singular de chavó, que significa muchacho o chaval, vocablo también de origen caló, aunque más extendido por toda la Península, procedente de chavale, vocativo plural de la forma antedicha, chavó.


Joaquín María Cruz Quintás

Narrador y narración, espacio y tiempo en cuatro novelitas de José Ortiz de Pinedo: Eva Curiosa, La dulzura de amar, La aventurera de los sueños y La novelera.


 En todas las novelas aparece la figura de un narrador omnisciente y heterodiegético en tercera persona que elabora un discurso principalmente referencial (narración objetiva de hechos), aunque en ocasiones descriptivo, valorativo y también universal (en tanto que extrapolable a una generalidad conceptual). Se refiere a sus personajes de manera generalmente objetiva, y refleja sus pensamientos interiores por medio del discurso indirecto libre, empleando en ocasiones en lugar del diálogo (aunque es predominante), el discurso directo para parafrasear las palabras pronunciadas por los personajes.

Las acciones se nos van presentando de acuerdo con un esquema de composición lógica, esto es, siguiendo un orden cronológico o causal, y pivotando alrededor de un conflicto de fuerzas muy evidente (luego secundado, en el caso de Eva Curiosa, en el otro ulterior que surgirá a raíz de la entrada en escena de Farfán)¬. Este conflicto de fuerzas suele comenzar habitando exclusivamente un ámbito externo, el de la vida social, más superfluo, aunque paulatinamente podrá ir virando hacia un trance de marcada interioridad, que llegará incluso hasta el tormento espiritual de Dora.

El tiempo del discurso es (no podía ser de otra manera tratándose de una novela corta que narra unos hechos dilatados en el tiempo) claramente menor al tiempo de la historia. Para ello, Ortiz de Pinedo se sirve de recursos o movimientos narrativos como el resumen o las elipsis varias que provocan saltos en el tiempo, aunque no es menos cierto que las descripciones (por ejemplo, de la ansiada ciudad de Madrid, por donde pasean Dora y su padre, o las etopeyas y prosopografías que a lo largo de los relatos se esparcen) puedan ralentizar el tempo de las narraciones, que sin embargo podemos calificar de ágil en todos los casos, como corresponde a su género. En las diversas escenas dialogadas (discurso directo o dramático) y en algunos párrafos narrativos, el tiempo del discurso y el de la historia se igualan, como también sucede en otras ocasiones en las que la protagonista principal o (anti)heroína, realiza un sumario progresivo, adelantando en su mente la felicidad que le supondrá esa nueva vida que la libre de sus ataduras.

El espacio de las novelitas es diverso, en ocasiones abierto (paseos por Madrid e incluso París, símbolos de la libertad) y en otras cerrado, preferentemente urbano (la protagonista ha huido del pueblo a la búsqueda del cosmopolitismo) y realista, aunque las tres heroínas lo cubran con una pátina de fantasía y ensoñación ya proverbiales para nosotros.

Como sabemos, Mijail Bajtín define cronotopo a la conexión esencial que existe en una obra literaria (fundamentalmente las narrativas) entre las relaciones temporales y espaciales, concibiendo este concepto como una categoría de la forma y el contenido en la literatura. El movimiento argumental se articula desde un punto de partida (el estado de desesperación de la protagonista, a menudo) para llegar al momento culminante de toda la acción (en este caso, el fracaso de las pretensiones vitales de las protagonistas). Ambos instantes son, por tanto, términos del movimiento argumental, que actúan como costuras de una herida o como jambas abrazando toda la secuenciación de los relatos, que suceden en un espacio y tiempo concreto y variado. Espacio y tiempo son, por consiguiente, los centros organizadores, temáticos, de los principales acontecimientos argumentales de las cuatro narraciones, a las que llenan de vida. Porque todos los elementos abstractos de las novelas (lo que tienen de andamiaje conceptual) sólo adquieren cuerpo de realidad a través de la concreción de un tiempo y un espacio determinados y muy claramente delimitados en estas obras. Los espacios interiores descritos son un boceto de corte decadentista, por la morosidad descriptiva general y, en concreto, la de objetos provistos de una especial fuerza evocadora de lujos y exotismos diversos. El lector medio (la lectora) podía así penetrar y recorrer con su mirada los lujosos y espaciosos hogares de las clases altas, lo cual nunca ha estado exento de cierta —y acaso insana— curiosidad:

En el amplio gabinete (…) destacaba un lienzo al óleo con el retrato de Isabel, de cuerpo entero, en taje de baile, blanco, la cabeza descubierta y entra las manos un abanico de plumas.


El dormitorio, tibio, alfombrado con tapiz blanco y dibujo de rosas grandes, estaba suavemente embalsamado por la colonia, los jabones, las esencias delicadas de pomos y fras [ilegible] que llenaban el tocador. Frente a éste se alzaba un espejo de tres lunas, y en el centro de la estancia, que era holgada, aparecía el lecho, de hierro dorado y labrado preciosamente, con edredón de seda rosa y el embozo de la sábana bordado a la mayor perfección.


Estaba el dormitorio en el primer piso del hotel que, cerca del Obelisco, poseía en la castellana el despacho de don Alfonso, el comedor y tres salones más apenas habilitados desde que la familia del judío quedara reducida a él y su hija. Don Alfonso tenía también su alcoba en el piso principal, fronteriza a la de Isabel, y separadas ambas por un gabinete con mirador sobre el jardín. La servidumbre dormía en las habitaciones del segundo piso. Por la parte posterior del inmueble, donde estaba la cocina, había un palomar y un gallinero, y en pabellón aparte las cocheras. El jardín rodeaba la casa, estrecho por los costados, de regular espacio en el frente, con pabellón de portería a un lado y al otro un cenador. En medio del jardín, de bastante arbolado, había una fuente que representaba una niña vaciando su cántaro y que estaba cercado por un macizo de violetas circular. Media docena de escalones de piedra daban acceso a la puerta principal de la casa, que era de cristales de colores.
 


El espacio externo de las novelitas es, a menudo, el del Madrid (también París o Cannes) de la burguesía neosecular , con una ambientación urbana plena de referencias fastuosas y con matices de un esteticismo decadente y en cierto modo baudelairiano, en tanto que adición de perfumes, sonidos, colores y elementos de la naturaleza:


 La hora de la siesta. Es verano. Pica el sol: para resguardarse de su fuego están echadas las persianas y cerrados los balcones. Las macetas se abrasan. El canario, que ha tenido la suerte de ser trasladado á [sic] la penumbra, duerme en su caña. Reina en esta habitación, tan ordenada, tan limpia, el silencio de la siesta. Perfuman el aire rosas y claveles recién cortados, prisioneros en búcaros de cristal modernos colocados encima de una cómoda. Bríndase á la sed un fresco, panzado botijo de Alcorcón, envuelto en un paño mojado. 


A la luz de la luna o de las estrellas, iluminado y palpitante, con la fina aguja de la torre Eiffel dominando la ciudad como una flecha lanzada al azul, París justificaba ante los soñadores su apoteosis teatral que fascinaba desde lejos…


La suntuosa arboleda del Parque, el señorial aspecto de los viejos jardines, dorados por el sol septembrino, alegraron el ánimo de Dora, produciéndola [sic] una impresión gratísima.


La calzada aparecía rumorosa por el tropel de carretelas y troncos de lujo. Todos llevaban recogida la capota y aun la luz de la tarde permitía el no encender los faroles. Aquel desfile de ricos troncos —caballos magníficos, coches charolados, brillantes libreas—, aquel aspecto del vivir mundano y fastuoso (…)


Reintegrados al coche, los condujo por la calle Mayor para, cruzando nuevamente la Puerta del Sol, recorrer Alcalá, Recoletos y la Castellana. La animación de la más famosa vía madrileña, aun tiempo popular y aristocrática, y alegre como pocas grandes vías de Europa, gustó también a Dora. (…)

Desde Cibeles al Hipódromo encantáronse padre e hija con la hermosura de la amplia avenida bordeada de hoteles y elegantes edificios (…)


La descripción demorada que apreciamos en estas novelitas (tanto la de interiores aristocráticos o altoburgueses como las de espacios urbanos de la gran ciudad) coadyuvarán a la definición de las protagonistas y de otros personajes relevantes, en tanto que no son sino metáforas de estos, bosquejando así los retratos principales también mediante el recurso de la descriptio.

Cabría mencionar la repetición de personajes que se observa en dos de estas novelas (Eva Curiosa y La aventurera de los sueños), hecho que no impide la autonomía absoluta de ambas obras. Es este un recurso de cierta habitualidad en las narraciones de quiosco de la época —destacan los casos de Antonio de Hoyos y Álvaro de Retama —, planteándose dichas reiteraciones a modo de sencillo engarce diegético entre relatos (continuum).
Joaquín María Cruz Quintás

La dulzura de amar (1923): otra novela femenina de José Ortiz de Pinedo.


En esta novelita —cuyo título es bien revelador— de nuevo Ortiz de Pinedo plantea la cuestión de la ausencia de libertad (tan gravosa para la mujer española de la época) en el ámbito familiar. La figura del padre, si bien no será la de un tiranuelo doméstico (a la protagonista le puede, más que otro factor, el terrible respeto a la voluntad de su padre), sí que supondrá un muro de contención inabarcable para la consumación de los ideales amorosos —no podía ser de otra manera— por motivaciones ideológicas y de clase. La presión familiar hacia un matrimonio de conveniencia subyace a lo largo de toda la obrita, asumiendo una vereda literaria que es alumbrada en la obra del novelista francés Pierre de Marivaux, pasando ineludiblemente por Leandro Fernández de Moratín.

En esta obra, de nuevo la mujer protagonista (como en el caso de Dora en Eva curiosa) habita un mundo de idealidad que colisiona frontalmente con la racionalidad excesivamente práctica, egoísta o sencillamente elitista de su progenitor .

Una serie de casualidades propician el encuentro de ambos protagonistas, quienes habrán de sortear ciertas barreras sociales y, en el caso de Julián Uria, el rechazo que la acracia de su pensamiento le impone sobre aquel mundo de carretelas y hueras suntuosidades.

¿Qué era, en suma, aquella señorita, más que una rica heredera, la hija de un usurero enriquecido?

Pero también el sentimiento amoroso terminará sobreponiéndose al dictado de la ideología en el periodista republicano:

Lo que pasaba en el espíritu de Julián no es fácil decirlo, aun formalizadas las relaciones, aun desvelado muchas madrugadas por el recuerdo de Isabel, aun sintiendo por ella adoración creciente, admiración sin tasa, batallaba en su espíritu, rebelándose, el odio al prestigio aristocrático de su novia, el orgullo humillado por la diferencia de clase y, al propio tiempo también, el pudor de su pobreza, la vergüenza de verse levantado hasta la misma altura de la rica heredera por obra y gracia del amor.

De nuevo nuestro autor recurre a un sentimentalismo romanticoide, tan en la línea del gusto cursi pequeñoburgués, para transmitir la emoción del amado, después de haberse lamentado de la imposibilidad de su amor hacia la aristócrata por las diferencias sociales, a lo que Isabel de Guevara replicará, con esa liberalidad de la mujer pinediana que busca descorrer cualquier cerrojo social:

— Yo no veo esas diferencias que usted establece. Lo que sí observo es que es usted excesivamente modesto. ¿Quién lo dijera con la fama de terrible que goza?
— Pero junto a usted, toda mi audacia, toda mi fama se evapora, para dejar paso a un hombre acobardado, tímido, indeciso. Tiene usted la virtud de empequeñecerlo todo con su presencia. A su lado, nada puede tener la grandeza de usted.


Y continúa humillándose:

— ¡Y si viera usted cuánto he mortificado a mi orgullo o a mi vanidad de hombre, o a lo que sea! Sin esa grandeza, yo me hubiera acercado a usted desde el primer momento. Pero ello me ha contenido al mismo tiempo que me hacía sufrir, como le digo, el fracaso de mi inferioridad.

Y remata con un epítome a modo de panegírico:

Para acercarme a usted, para quererla a usted, yo hubiera preferido que fuese usted un poco menos buena, un poco menos hermosa, un poco menos sencilla.

Toda una declaración de vasallaje amoroso ante el idealismo de una mujer que parece semidivina, imagen entroncada con la de la amada perfecta que recibe los amores de un caballero trabajando en pos de la justicia. El amor cortés transportado a los años veinte del pasado siglo, persiguiendo un mismo objetivo: el gran público.

Pero hay un factor divergente en la misma radicalidad del planteamiento, y es que el periodista confiesa que (a diferencia de los caballeros del Medievo) su amor por Isabel está mermándole en su lucha hacia un nuevo modelo social. La mujer puede ejercer sobre el varón una fuerza tal que llegue a anular, o al menos atenuar, sus convicciones:

Si supieras, Isabel, que tu cariño va tornándome débil. Desde que te conozco, tu sola presencia, cuanto más te trato, obra el milagro de restar fuerza a mi fuerza, de aconsejarme templanza, de anular mi acometividad. Y esto me disgusta. Quisiera verme a mí mismo como antes, como siempre, dispuesto a toda violencia.

Y el luchador libertario se tornará ahora casi neoplatónico, a juzgar por las siguientes y edulcoradas palabras:

Es decir, que si tu cariño le hace bien a mi alma, le hace un mal a mi lucha. La felicidad que me das, parece que me quita la esperanza en mi triunfo.

La respuesta de Isabel viene a redundar un poco más en este estilo almibarado:

—Pues te querré un poquito menos –repuso Isabel dulcemente— para que tu esperanza no padezca, para que no flaquee tu ideal.

De otra parte, la religiosidad de la mujer en las novelitas de Ortiz de Pinedo se hace palmaria a menudo, y de manera muy significativa en doña Isabel de Guevara:

Minutos después de las ocho despertaba Isabel. Luego de signarse y decir su oración de la mañana, comenzó a vestirse. […]


¡Dios lo quiere!— murmuró suspirando al abandonar el despacho de su padre para dirigirse a su gabinete.

A su amado:

—Nos despediremos junto a la ermita, ¿te parece? – Y añadió temblorosa—: para que Dios te dé suerte y te haga feliz. (…)
—Para que te haga a ti, que mejor lo mereces, santita. […]


No salía de casa como no fuese para ir a misa.


A su padre, tras la frustración amorosa, renunciando a la vida mundana:


¿Te parece que instalemos un oratorio en casa?
(…)
Algunos domingos tengo pereza de salir. (…) Un capellán amigo vendría tempranito a decir la misa.


Cuando su padre le da la noticia de que Uría ha abandonado la prisión:


Isabel, que leía un libro religioso, sentada junto al tocador, levantó la mirada hacia su padre.

Esta tendencia espiritual de la mujer frente a la del varón (que en unos casos es más comedido es sus manifestaciones religiosas externas, y en otras directamente descreído o postulante de ideologías materialistas) entronca con el retrato de lo femenino como fuente de idealidad (en el sentido platónico del concepto), aplicada a todos los órdenes de la existencia humana .

En este sentido, el relato alcanza un clímax de máxima tensión religiosa cuando doña Isabel de Guevara decide, al no poder consumarse su noviazgo con el periodista ácrata, que la mejor decisión es la de macerarse o sumergirse en las aguas purificadoras de la religión. Hasta el punto de renunciar aun a las preocupaciones mundanas, en una suerte de beatus ille horaciano a lo divino.

La actitud de la protagonista provocará la desesperación de su padre viudo, que considera que esa es una forma cruel de perder para siempre a su hija. Pero a esta situación se ha llegado como consecuencia de una premisa medular: la incapacidad moral de la hija de tomar una decisión que ofenda a su padre, a quien respeta con reverencia. Así, la mujer aparece como un miembro familiar que aboga siempre por la concordia y la estabilidad, renunciando incluso a sus reivindicaciones en el caso de que estas no sean del agrado del cabeza de familia. Esa actitud de búsqueda del equilibrio familiar es frontalmente contraria a la del amado, que tiene en la lucha y la discordia una máxima de su pensamiento.

Se oponía con todo el tesón que dejaban traslucir siempre sus pocas palabras [de su padre]. Se oponía… Y ella no se encontraba con fuerzas para desobedecer a su padre, para contrariar su voluntad. Si se tratase de otra clase de obstáculos, hasta de luchar contra la sociedad entera por defender aquel amor, no vacilaría. (…) Pero contra su padre… Contra su padre, aunque creyese vencer, no dirigiría sus armas. Prohibíaselo su amor de hija, la educación cristiana que había recibido, la ciega obediencia debida al autor de sus días.

De modo que la protagonista se nos revela aquí como una Madonna dell’ annunciazione que acata los pensamientos de su Dios –el “autor de sus días”—, o al menos no los contraría (en tanto que tampoco se casará con el duquesito de Alcázar, el preferido de don Alfonso).

La mujer es, en consecuencia, un ser especialmente celoso de sus obligaciones cuya reciedumbre espiritual se ve reflejada en el cumplimiento de su ineludible deber filial. Pero esta actitud no es en absoluto barata, y el peaje que la mujer paga por ella es alto, aunque sigiloso, discreto y recatado:

Y lloraba, lloraba… Era su llanto sereno, silencioso. Cubriéndose los ojos con el pañuelo, apoyado el codo en el brazo de la butaca, iba dando suelta a su dolor como fuente que mana sin tregua. En los cristales golpeaba fuertemente la lluvia, espesándose en amplia cortina bajo el cielo gris. Parecía que la tristeza del invierno venía a aumentar la congoja de su alma, y que el despertar frío y melancólico de diciembre presagiaba a la pobre enamorada muchos días negros, muchas horas amargas .

Asistimos en definitiva a una lucha encarnizada de la sentimentalidad de la mujer, de la hija (guiada eminentemente por sus pulsiones emocionales), frente al exceso de pragmatismo e interés de clase –materialismo social— del varón, del padre.

 Mas el corazón de la enamorada rebelábase contra lo que consideraba una injusticia. ¿Por qué cerrar las puertas del corazón al amor, so pretexto de que el galán no reunía las condiciones que exigían los prejuicios de clase? Por primera vez, la vida, que era para ella tan dulce y tan blanda, mostrábale, como su padre, el ceño duro. Por primera vez sentía extenderse sobre el alma la sombra de una tristeza.

La ablación del libre albedrío de la mujer, derivado del ejercicio autoritario de la paternidad, deviene en un estado de desengaño para ella, que —amén de perder todo afán por la vida terrenal y sus delectaciones— llega a manifestarle a su amado un sentimiento de culpa; no sólo sufre la presión familiar y social, sino que ha de disculparse por ello, situación tan femenina en un marco sociocultural aún extraordinariamente falocrático.

Y le pedía perdón… Le pedía perdón por sacrificar su amor de mujer a su amor de hija.

La reacción del periodista ante las palabras de doña Isabel goza del máximo interés en tanto que manifiesta la poderosa influencia de la mujer amada sobre el varón, hacia quien parece haber volcado su capacidad de comprensión, bondad y sentimiento religioso, aunque este último trasmutado en una piedad mundana hacia la mujer que no puede consumar su amor, una religio amoris de lazos provenzales que le permite venerar, incluso adorar, a quien tiene ante sus ojos.

El patetismo efectista de la despedida de los enamorados —fatal en tanto que presagiada— acaso hiciera brotar las lágrimas de los lectores de mesa camilla de la época, máxime por la pátina edulcorada de lenguaje redicho con que el narrador cubre la escena.

Hemos llegado al último capítulo de una historia harto dichosa, tal vez por eso, breve. La aventura acaba… ¿Cómo era posible que no acabase así? Tú te vuelves a tu mundo: yo al mío. Nos juntó el azar y la vida nos separa… ¡Qué hemos de hacerle!... Cosas de este ambiente miserable. Después de este sueño feliz no tengo más que darte las gracias. ¡Me has hecho tanto bien en este tiempo! Tú sí que serás en mi vida un recuerdo imborrable: la gota de miel que en medio de las amarguras de mi lucha, estará siempre en mis labios. Tu alma clara, tu alma limpia como un espejo, y que como un espejo refleja la verdad que tiene delante, me servirá perennemente de guía, invitándome a ser justo y a ser bueno.

Y continúa con aires posrománticos o becquerianos:

¡Por esta alma tuya tan dulce, no sé yo qué te diera ni qué hubiera dado!

Pero hasta el ácrata periodista se mostrará extraordinariamente comprensivo y sereno ante la decisión de doña Isabel (la autoridad es inviolable en algunos casos, parece colegirse), afirmando incluso que su amada será acicate para su pelea, emulando a los caballeros andantes del Medievo:

Comprendo y respeto las razones que te obligan a obedecer a tu padre. Yo seguiré luchando más ardientemente que nunca… acaso por perderte… (…) Si triunfo, a tu amor lo deberé… Si me cuesta (…) el combate, creeré que la memoria de tu cariño es el pago de mi sacrificio .

Doña Isabel irá evolucionando desde una religiosidad inocua hacia un supuesto ascetismo negacionista y espartano que llega a horrorizar al padre, porque piensa, en su egoísmo desmedido, que aquella actitud supondrá la pérdida total de su hija, un remedio mucho peor que esa enfermedad de amores libertarios. El padre siente pavor ante la soledad, y ese egoísmo paterno se confronta de manera meridiana con la liberalidad, entrega y capacidad de sacrificio de su hija —de la mujer—, siempre dispuesta a su propia oblación en beneficio de la comunidad familiar.

Digamos que la relación con su hija ha ido derivando hacia una suerte de amo et odio, acusándola de la situación, mientras que ella había perdido “la amorosa solicitud de antes”, aunque su trato fuera muy correcto, sin alterar el orden vigente. Todo esto irá engendrando en el padre una desazón interior que irá acumulándose hasta que ese dolor de don Alfonso —que no soporta más la sumisión inhumana de su hija— haga, finalmente, crisis:

¡Pues sacrifícate! ¡Sigue sacrificándote! ¡Hártate de sacrificio!

La asfixiante situación familiar que vive la mujer, al no haber encontrado una vía satisfactoria de escape, hará que se resquebrajen los cimientos de la convivencia entre padre e hija. Ella, sólo buscará ya consuelo en la esperanza de otro mundo, ulterior a la esta vida terrena en la que permanecía presa y sin confortación posible.


Joaquín María Cruz Quintás

Oclocracia jaenesa


No hace mucho que una excelsa miembra de la política española afirmaba aquello de que “el dinero público no es de nadie”. Y hace un poquito más, un hombre griego llamado Aristóteles otorgaba el nombre de oclocracia (ὀχλοκρατία, “gobierno de la muchedumbre”) a uno de los tres tipos de degeneración de las formas puras de gobernanza. Luego, veintidós centurias más tarde, en el siglo de la luces, Rousseau, –en El contrato social- definió la oclocracia como el falseamiento de la voluntad general en beneficio de cualquier interés particular. De lo cual cabe deducirse que seguramente debamos plantearnos cuál es, en puridad, el sistema político en el que cohabitamos.

Podríamos mostrar un buen número de ejemplos a nivel nacional, pero hoy prefiero pecar de localista refiriéndome a dos escándalos de diferente cariz y magnitud ocurridos en la ciudad de Jaén.

Acabo de leer en la prensa que un tercio de los trabajadores de Onda Jaén (la televisión municipal) serán recolocados en diferentes áreas del ayuntamiento ante la reestructuración que de la misma está realizando el equipo de gobierno. Desde luego, el procedimiento del manotazo en la nuca siempre ha sido destacado como el menos gravoso a la hora de ingresar como funcionario en la Administración pública, porque indudablemente es ahorrativo en esfuerzo intelectual (te exime de preparar oposiciones, lo cual está muy bien pensado, porque se pone uno blanco de no darle el sol), amén de que evita el afán desmedido e inhumano de competitividad que provoca que dejemos de mirarnos unos a otros como hermanos, y sí que lo hagamos como enemigos. En todos estos argumentos pensó, estoy seguro, el Partido Popular de Jaén cuando creó su tele pública (admítanme el oxímoron), pero no sólo en ellos. Además, considerando en alta estima el valor de la amistad y los lazos inquebrantables que hacen de la familia la célula madre de la sociedad, procuró que entre esos nuevos trabajadores a sueldo de los impuestos de sus paisanos figuraran principalmente individuos sentimental o sanguíneamente emparentados con algún politiquillo, y, en un último esfuerzo de generosidad, los exoneraron de presentar el papelucho de licenciado en periodismo, para mostrarles a las claras que la prioridad del ayuntamiento era, única y sencillamente, aliviar las filas del paro jaenés. Ahora que no los pueden echar (lo cual sería injusto en muchos casos dada su apabullante preparación intelectual) el actual equipo de gobierno socialista los recoloca con provecho de su valía en otros menesteres medularmente distintos.

El otro caso al que me quería referir nos trae a todos los paisanitos por la calle de la Amargura, que es una de las cofradías que tendrán que cambiar su itinerario por exceso de vallas, este año, y de cables, el que viene: el tranvía o tren de la bruja, como lo llaman –con toda su idea- los que son malos de verdad. El caprichito de la alcaldesa (o de la Junta) socialista, que tiene un presupuesto de unos diecisiete mil millones de pesetas (es decir, el equivalente a ocho estadios como el de La Victoria, con capacidad para doce mil quinientos espectadores –podrían haber convertido a Jaén en ciudad olímpica y todo-, o a la remodelación integral –acerado, calzada, mobiliario urbano- de doscientas plazas públicas de la ciudad como la de Coca de la Piñera) supone el más vergonzoso despilfarro infraestructural que se haya realizado en la ciudad de Jaén probablemente en toda su historia, fundamentalmente porque este proyecto no responde a ninguna demanda ciudadana, porque el trazado elegido deja prácticamente inutilizada para el tráfico la principal vía de la ciudad desde el siglo XIX -el Paseo de la Estación-, porque reduce la acera en algunas calles convirtiéndolas en pueblerinas, porque se lleva por delante a un número escandaloso de árboles de gran porte, y porque, en una ciudad con las características de Jaén, su componente meramente exótico será muy superior al de su utilidad práctica. Si pretendían un transporte público no contaminante, ¿cómo es que no pensaron adquirir microbuses urbanos propulsados por electricidad? ¿O quizá sea sencillamente que CAF-Santana, cuya principal accionista es la Junta de Andalucía y que viene suministrando trenes urbanos a toda la región, no los fabrica, y por tanto no habría chollo posible para seguir ejerciendo de salvaempresas?

Para mantener en pie la oclocracia, afirmaba Rousseau, se hace imperativa la “acción demagógica”, una aleación de demagogia y mentira descarada que arroja sus tentáculos sobre la base de la ignorancia de una mayoría social. La alcaldesa, protegida de Zarrías, y por tanto convencida seguramente de que el tamaño no importa, ha afirmado muy ufana que por cada árbol que se tale (muchos con varias décadas de vida) se plantarán cinco. Cinco mondadientes con hojas, claro. O quizá cinco brotes verdes. Pero a eso, más que demagogia, habría que llamarlo tener la cara igualita que la del Santo dos Croques.

Joaquín María Cruz Quintás

Eva Curiosa o la mujer ávida de escapismo en la obra de Ortiz de Pinedo


En artículos anteriores nos hemos referido a la vida y andanzas de José Ortiz de Pinedo (1880-1959), escritor nacido en Jaén que desarrolló su vida literaria en Madrid. En el presente vamos a analizar una novelita, Eva Curiosa, publicada en la colección Los Contemporáneos, en Madrid, el 20 de mayo de 1920.

Comienza esta obra con la narración y descripción de una escena del mayor tipismo y marcada feminidad: El personaje principal, la joven Dora, una muchacha de familia acomodada, toma el tren que la llevará desde Sombroso, el pueblo donde reside, a tierras lejanas, mientras sus amigas repiten despedidas muy sentidas, «adioses y sonrisas, agitando ya el abanico, ya la sombrilla cerrada, ya la mano,…» Así, desde los albores del relato, percibimos la sensación de tener en nuestras manos una obra destinada preferentemente al público femenino, muy en la línea de lo que venía siendo la producción literaria enmarcada en el ámbito de lo rosa, a la que nos hemos referido por extenso.

Muy pronto la protagonista se nos revelará como el prototipo de la mujer burguesa que habita un espacio familiar asfixiante para ella, con la figura de un padre (y de una madre, ya difunta) contra cuya mentalidad cerrada tendrá que pugnar de manera sistemática y continua.

Don Benito se revela así como un varón de doble moral: de natural tacaño, no accede, aunque puede, a comprar unos billetes de primera clase (viajan en segunda) y, para justificarse, recurre al argumento evangélico —y aquí muy contradictoriamente farisaico— de la inconveniencia de toda ostentación. Es la primera señal que se nos proporciona sobre una cierta mezquindad en la familia de la protagonista quien –como subraya el autor al aducir este dato sobre el padre justo antes de indicar que Dora viajaba «en camino de sus deseos» parece buscar nuevas rutas que la liberen de una vida incómoda en Sombroso: «Ahí te quedas (…) pueblo feo, aburrido, antipático…» . He aquí la mujer como espíritu libre que proyecta sus ilusiones hacia la libertad de un mundo desconocido, pero a buen seguro alejado de la ramplonería insustancial y obtusa de las gentes del pueblo, tan planas, tan cicateras, tan tacañas. Las circunstancias que nos presenta nuestro autor eran habituales en los años de publicación de esta novela, dado que, como es sabido, la sociedad rural no ofrecía ninguna oportunidad a las mujeres —a la dureza de las condiciones del trabajo había que sumar el yugo de una sociedad patriarcal en la que la preeminencia del varón era incontestable— , quienes sólo vislumbraban una posible fuga de su situación en una escapada hacia no se sabe qué caminos inciertos, pero alejados de «la cárcel de tedio de la vetusta ciudad» .

Dora soñaba desde aquel pequeño rincón del mundo… con el resto del Universo. Leía novelas, libros de viajes, aventuras e historias; miraba y remiraba un gran álbum, con fotografías de las principales ciudades del mundo, que su padre conservaba, y ante un globo terrestre que don Benito tenía en el despacho dejaba vagar la imaginación (…) París, Berlín, Viena, Roma,…

Queda clara la influencia del escapismo romántico en la protagonista, quien llega a firmar que Sombroso no existe, que es un no-lugar: por tanto, vivir en Sombroso significa no vivir, vivir en la nada, en el abismo, en las tinieblas.

Igualmente, la protagonista del relato refleja ese sentimiento de impotencia ante la sobreprotección que los padres ejercen sobre sus vástagos mujeres, motivada por un rechazo frontal a todo lo desconocido, especialmente la gran ciudad, fantaseada por su ya difunta madre como una suerte de Sodoma o Gomorra contemporánea, por supuesto sin excesivo fundamento argumental:

¿Qué falta te hace a ti el ir a Madrid, ni a ninguna parte? ¿No tienes aquí todo lo necesario para vivir y ser feliz? Como tú, aquí he nacido yo; y para vivir a gusto, casarme y ser dichosa, no he tenido necesidad de moverme del pueblo. Conque, aprende de tu madre.

 Una vez en Madrid, la protagonista sigue siendo víctima de la mentalidad cerrada de su acaudalado padre, en tanto que este no osa hospedarse en un hotel, sino en una fonda que le han recomendado en el pueblo. La descripción física de la propietaria, a caballo entre una novela romántica de terror y el feísmo naturalista, contribuye a crear en el lector, de manera plástica, la sensación de encontrarse en un verdadero antro, imagen atenuada sin embargo por la dulzura de la mujer:

Era la dueña del hostal una doña Elvira, vieja y pintarrajeada, con muchos postizos en la cabeza. Alta y un tanto hombruna, contrastaba su aspecto exterior con la melosidad de su voz y la dulzura de su carácter, tocado de un romanticismo agudo. Según ella, había equivocado el siglo. Debía haber nacido en el diecisiete.

Aquella mujer representa de nuevo el arquetipo de la frustración femenina. En este caso, un amor de juventud malogrado (aunque no cicatrizado) tras el engaño sistemático del varón. Doña Elvira es, al cabo, una pobre mujer que, casada ahora con un tal don Jerónimo, vive aún suspirando por ese amor tan lejano cuyos engaños hoy ya no recuerda.

 Pinedo recurre al humor como medio para atemperar el ambiente negativo que se está describiendo desde el inicio. Así, este recurso está presente en las etopeyas sobre los dueños de la fonda, quienes, en su interés extremo por agradar a sus huéspedes, volcarán sobre el pueblo de Sombroso alabanzas sin cuento, aunque no tuvieran la menor noticia sobre aquella población.

 El narrador nos cuenta que don Jerónimo es «un alma de Dios y hombre de excesiva y abrumadora cortesía» que no duda en cuadrarse para saludar, secuela de su pasado en el ejército. Mantiene con su mujer una relación simpática o, si se quiere, un tanto absurda, dado que ella no está enamorada de él , pero la mujer está completamente segura de que su marido sí, lo que hace que se afane en mantener su (ya de por sí bochornoso) tipo.

En cierta ocasión que se pesó, acusando la báscula noventa kilos, dijo a don Jerónimo, sonriéndole: —No quiero engordar más, porque temo dejar de ser tu tipo.

Las diferencias de mentalidad entre el carácter abierto de la joven hija y el del padre vuelven a hacerse explícitas en la opuesta valoración que hacen de las gentes extranjeras:

— (…) Veo, sin embargo, caras extrañas, extranjeros que la guerra ha echado aquí para explotarnos o para adherirse como parásitos.
— Y también para enseñarnos lo que no sabemos, papá. Sin la ingerencia de esas caras extrañas en nuestros negocios, seguiría España arrastrada por el tranvía de mulas que tú conociste. Pero no quiero hablar así, porque temo caer en marisabidilla antigua o en feminista de ahora, que es peor.

Dora se muestra aquí crítica, a pesar de su postura abierta, con los excesos progresistas, de los que parece tener un concepto similar al de los tradicionalistas o meramente reaccionarios.

La protagonista es el prototipo de mujer de acción, que busca ante todo la inquietud de la gran urbe, de lo desconocido, que exclama «esto ya es vida» cuando pasea por la Castellana entre automóviles, manuelas, simones y tranvías. Y la de una mujer de gran sensibilidad social, como se demuestra cuando se entristece profundamente al pasar al lado de un asilo de niños sordomudos. Su conmoción al ver aquella imagen, que se expresa en las palabras de la protagonista—notablemente cursis, por otra parte, como se apreciará— se relaciona directamente con la capacidad de empatía que muestra Dora ante los niños que no pueden oír, que han de permanecer al margen del ruido, de la acción, que es, en definitiva, lo que más atrae a la protagonista. La blandura (tan cara a la mujer lectora de mesa camilla de la época) con la que Dora expresa este sentimiento se refleja en el siguiente párrafo:

¡Qué pena tan grande!... No oír, no hablar… Cuando precisamente el ruido es lo que más atrae y encanta a los niños… Jugando, parece que el ruido los emborracha… ¡Qué pena! Y cuantos pobrecitos habrá ahí… Yo me los figuro queriendo gritar: “¡Mamá!... ¡Madre!...”, sin que sus labios puedan pronunciar las dulces palabras.

La sensibilidad que muestra la protagonista hacia los favorecidos es, como se manifiesta en el relato, similar a la que, en un plano meramente intelectual, expresa su padre hacia la figura de republicano Castelar, ante cuya estatua arroja subidos elogios. Este hecho nos hace pensar que el relato refleja una realidad marcada por los estereotipos sexuales: el varón se interesa por la política, por los asuntos de Estado (que podríamos calificar como más prosaicos), mientras que la mujer lo hace por aspectos de la vida más ligados con el noble sentimiento de la caridad y, como veremos más adelante, con la expresión artística .

 La sensiblería —entreverada de expresiones cursis— que profiere Dora se repetirá en más ocasiones a lo largo del relato, signo inequívoco de la proyección comercial del texto: «Esto es muy hermoso, papá. Ensancha el alma…»

Ese permanente interés por lo artístico al que acabamos de aludir (en tanto que factor emocional —al margen, o por encima, de la racionalidad—) ha de vincularse también con un estado de permanente fantaseo: La protagonista, siempre sonriendo, parece vivir envuelta en una cápsula de felicidad antípoda de la vida rural. Pero Dora peca en exceso de idealismo, lo que le acarreará sin duda problemas no menores. La joven mujer del relato necesita, en el fondo, ese contrapunto de pragmatismo que aquí representa el varón maduro, aunque el posicionamiento de su padre siga resultando excesivamente rocoso o escasamente liberal.

El hecho de no saber posar los pies en el suelo por su permanente afán de ideal hace de la mujer protagonista un ser muy vulnerable ante el varón oportunista que usa del embeleco y el trampantojo amoroso o sensiblero para captar la atención de sus víctimas y parasitarlas sin escrúpulo.

 El concepto de provecho —a costa de los demás, evidentemente— es el factor medular en el pensamiento de este gran pícaro que es el personaje de Leopoldo Farfán. Pinedo quiere describirnos en este capítulo la figura de un vividor con mayúsculas, tan habituales a buen seguro en aquel Madrid de las primeras décadas del siglo. La argucia como herramienta de trabajo, la huida de este como medio de vida, la buena vida de parásito social.

 Pero Farfán viene a representar, al menos ante los ojos de Dora (no ante los de los lectores, que desconfían ya plenamente de la actitud del pícaro) un contrapunto al arquetipo del varón común, alejado como norma general de esta tipología sentimental que presenta el susodicho. Ese será el germen de su progresiva atracción hacia él. De hecho, la inicial antipatía que despertaba en Dora fue mudando a medida que Farfán ganaba su voluntad hablándole de arte, de emociones y de lejanías geográficas. Dora está —es evidente— ávida de vida, pero de Vida con mayúscula, y ve en Farfán una cierta senda para su escapismo .

El pícaro, que conoce este punto, despliega todas sus dotes dialécticas para envolver a la mujer en su mentira . Pero el objetivo del embuste resultará ser doble. Por un lado, la ganancia económica; por otro, la mano de Dora, pero subordinada al dinero . Vuelve a observarse cómo el varón (aunque para Dora parezca lo contrario) supedita el sentimiento al pragmatismo, porque el interés por la ingenua Dora se dirige fundamentalmente hacia la fortuna heredada de su madre.

Su fino olfato de buceador de espíritus y faltriqueras había descubierto dos tesoros en los viajeros de Sombroso: la fortuna de Dora y su sed de emoción.

Todos los pretendientes anteriores de Dora habían sido demasiado rústicos, hombres del campo, aunque acomodados, «de palabra tosca y torpe estilo» , por lo que leer una carta de amor con intención literaria (si bien de una afectación almibarada) dirigida a ella le supuso una muy agradable novedad, atraída como estaba por «el aroma de aventura, por el perfume de cosmopolitismo que Farfán sabía poner en sus diálogos con ella» . Todo a pesar de que su razón le dictaba otra realidad bien distinta, pero de nuevo se manifiesta la prevalencia de la emoción sobre la racionalidad en la mujer, en una postura antiilustrada que bebe, es indudable, del no muy lejano romanticismo, corriente de gran predicamento entre las lectoras.

Dora nos recuerda, de manera bien evidente, al personaje de Madame Bovary. Así, leemos que buscaba:

Ir en pos del grano de sal o la gota de miel de lo desconocido, que en sus ensueños y lecturas de Sombroso ofrecíasele tentador.

Se asimila a la novela de Flaubert en el (en este caso frustrado) matrimonio con mujeres acaudaladas , en cómo Emma, en Madame Bovary, se cansa de un estilo de vida, el de su relación matrimonial, monótono para ella. La promesa que en la obra francesa le hace su amante de escaparse con ella se frustra, mientras que Emma Bovary se caracteriza por su enorme afán de derroche y sus continuos caprichos que, en este caso, incluso llevarán a la bancarrota a su marido legal. También hay suicidio de por medio, como sabemos, en Madame Bovary, aunque el de Farfán en Eva Curiosa no pase de ser un acto teatral lamentable . Finalmente, en ambas obras hay un estado de frustración constante que, en el caso de Emma, la lleva a la certidumbre de que sus aventuras adúlteras no han hecho sino acrecentar su malestar interior, su sentimiento de hastío.

Pero, mientras que Emma sí se había atrevido a dar un paso adelante —en dos ocasiones— hacia una aventura que la manumitiera de su estado de postración, Dora, en cambio, no se decide a dar ese paso. Ella ve con nitidez en sus fantasías el camino que habría de seguir para conseguir la deseada liberación, pero a la hora de romper el hielo en la vida real se lo piensa muy mucho.

En sueños era capaz de seguirle, de unir su vida a la suya. En la realidad, con los ojos abiertos, la asustaba .

Y a continuación leemos:

un hombre que le infundía miedo… el miedo de lo desconocido, precisamente de aquello que le atraía con misteriosa fuerza.

Lo cual vendría a suponer una suerte de trasunto invertido de las palabras que el ciego amo de Lázaro le dedica a su mozo después de lesionarle la cabeza con la jarra de vino: «¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud».

El conflicto entre sueño y realidad, germen y médula de toda la obrita, se nos expresa aquí de manera muy nítida, acaso —pensaremos— en exceso, si no tenemos presente que se trata de una obra eminentemente comercial. La protagonista principal se ha venido revelando, en definitiva, como una mujer-niña, inmadura, lo suficientemente consentida como para no poder enfrentarse a la lidia de la vida, en toda su complejidad.


Joaquín María Cruz Quintás

Retazos de fraseología y léxico jaenés (XVII)

- Ea: Interjección procedente de la voz latina eia, ea es el vocablo comodín por excelencia en el habla jaenesa. El diccionario de la RAE indica que se emplea para indicar una resolución de la voluntad, así como para animar o incitar a algo, si bien en un diccionario exclusivamente giennense habría que afirmar que es voz que sirve lo mismo para un roto que para un descosido. Así, en Jaén se usa ea, al margen de lo indicado, como equivalente a , porque sí, porque no, qué le vamos a hacer, eso es lo que hay, no sé los motivos con certeza, hala o bueno (justo antes de despedirse), es lo que pasa, está claro, estoy de acuerdo y un casi infinito etcétera.

- Habichuela, habicholón: Con este vocablo, empleado habitualmente para designar a la legumbre papilionácea (esto es, con forma de mariposa) de color blanquecino, se designa en el habla popular de Jaén al pie humano, fundamentalmente si este es de proporciones considerables: La Virgen, nene, qué habicholón tiene ya tu chiquillo, cuchi, cuchi ahí...

 Joaquín María Cruz Quintás 

Retazos de fraseología y léxico jaenés (XVI)

- Vulanico: En la zona de Jaén (también en la vecina Granada) este es el término que reciben las coronas de briznas vegetales y blanquecinas, similares a un pompón diminuto, que, una vez desprendidas de la planta, vagan por el aire con una lentitud propia de su ingravidez, perseguidas a menudo por los chaveas: “Cuchi, mamá, un vulanico”. Al parecer es un derivado de vilano (a su vez de milano), que es el apéndice con pelos de algunos frutos.

- Angustia: Es curiosa la acepción jaenesa de este vocablo, empleado exclusivamente con el significado de náuseas. Se trata de una desvirtuación de su significado primigenio, que no es sino el de “dolor, dificultad, ansiedad, congoja, sofoco”. En puridad, es palabra de la misma familia léxica que angosto o angostura, que aluden a la estrechez física y, por extensión semántica, a las estrecheces o dificultades que una persona puede sufrir en un momento dado.

Joaquín María Cruz Quintás

La civilización de la palabra


La cultura occidental, que lleva más de media Historia indagando libertades y dudosas certezas, está fundada sobre la roca de la Palabra. Fue Heráclito, aquel griego aforístico del siglo VI a. C. llamado El oscuro de Éfeso, quien sin embargo alumbró el concepto que más luz ha arrojado sobre la historia de nuestra civilización: el de logos.

La palabra razonada es fuente de sabiduría, y sólo a su través podremos escuchar la voz de la Inteligencia, a quien Juan Ramón le pediría dos mil quinientos años más tarde que le concediera el nombre exacto de las cosas. Únicamente por medio de la palabra se despliega, liberada de mordazas, nuestra potencialidad de raciocinio y de aprehensión vital. Sólo ella nos proporciona el verdadero Conocimiento.

La idea del logos griego pasa a Roma como verbum, vocablo con el que San Jerónimo traduce en la Vulgata el embrión del evangelio de San Juan, en griego: “Y al principio era el logos, y el logos era con Dios, y el logos era Dios”. El logos cristiano se asimila a la Sabiduría misma, al Espíritu donde radica la esencia del Universo, ergo Dios. He aquí que la Palabra es el elemento axial de los tres pilares de nuestra civilización: Grecia, Roma, Cristianismo.

Hoy, los planes educativos que venimos padeciendo en España desde hace demasiado tiempo siguen despreciando la asignatura que celebra el rito de la palabra. La reducción horaria con respecto de hace unos años es evidente. En segundo de Bachillerato esta es de un 66% menos para la misma cantidad de materia.

Pero la de Lengua y Literatura no es la disciplina peor parada. Los tres basamentos de nuestra civilización no superan hoy en el ámbito académico la calificación de meros, absurdos e inútiles residuos.
Joaquín María Cruz Quintás

Heráclito en la Escuela de Atenas  

A puñadas


El auge paulatino de movimientos ultraconservadores que se viene observando, durante los últimos años, en el seno de algunos partidos políticos españoles es un hecho irrebatible que debería no ser despachado como una cuestión baladí, al menos si se tiene como meta verdadera –y no como trampantojo con el que atornillarse al sillón parlamentario- el Progreso de la nación.

Estas manifestaciones retrógradas o definitivamente partidarias del regreso a la caverna suelen postular principios y gestos políticos que hunden sus pezuñas en los lodazales del siglo XIX y que siguen siendo arrastrados y enarbolados, como bandera del antiliberalismo intelectual, aun en pleno siglo XXI. Lo hemos vuelto a ver hace unos días.

Antiguamente, los partidarios del tradicionalismo inmovilista se situaban en el parlamento en oposición física a los considerados liberales. Pero hoy, extinguidas por consunción las corrientes autoritarias o inmovilistas de cierta derecha cuyo cadáver hace mucho tiempo que hiede, es exclusivamente en el seno de la izquierda política donde rebrotan con vigor –como aparecidos o espectros ávidos de instaurar su reino (mejor diremos república) de tinieblas- vindicaciones de una historia que, aunque empapuzada de sangre y aderezada de esputos, siempre es motivo de orgullo para ellos.

Algunos actuales dirigentes socialistas han afirmado, en descargo de quienes apretaron el puño en Rodiezmo, que ese gesto no es comparable al del saludo romano que adoptaron como propio los movimientos fascistas y nazi. Y la razón está de su lado, porque bajo el estandarte del puño apretado se perpetraron en el mundo unos cien millones de crímenes, que es una cifra que deja la suma de la de todos los fascismos y similares que en el mundo han sido a la altura de una zapatilla, incluido el III Reich del loco alemán. Si repugnantes los hotros, ¿cómo calificar a los hunos?

Los actuales hunos postizos o meramente analfabetos –este calificativo preserva al menos su presunción de inocencia moral- afirman con una convicción de converso que el gesto del puño cerrado ha sido siempre sinónimo de defensa de la democracia y de las libertades, lo cual viene a ser lo mismo que considerar a Hitler benefactor de los judíos. Porque bajo ese símbolo (pongamos como ejemplo solamente España) se atentó reiteradamente contra la II República mediante intentos de golpes revolucionarios para instaurar una dictadura totalitaria que siguiera el modelo soviético, el más sanguinario de la Historia de la Humanidad. Bajo ese símbolo las Juventudes Socialistas se entrenaban, en plena democracia, formando milicias preparadas para llevar a cabo acciones violentas en pos de instaurar ese nuevo régimen, superador de una vigente democracia burguesa que despreciaban. Bajo ese símbolo, en plena democracia republicana, fueron quemadas bibliotecas, iglesias y centros de enseñanza, se asesinó a diestro y siniestro y cientos de obras de arte fueron destruidas para siempre ante la pasividad de las autoridades amigas.

En aquellos años la lucha de clases se realizaba contra una burguesía siempre anatemizada como epicentro de todos los males del proletariado. Hoy, muchos de los que alzan el puño son el paradigma del burgués caudaloso y acomodado en las sinecuras de la administración. Por tanto, al delito de orfandad intelectual o de simple estupidez habrá que añadirle el de fariseísmo. Quizá este sea el más perverso de todos.
Joaquín María Cruz Quintás
Un gesto habitual en la extrema izquierda. 

Retazos de fraseología y léxico jaenés (XV)

-Cebollazo: Dentro de la familia léxica de la voz cebolla (procedente, por otra parte, de la latina cepulla, diminutivo a su vez de cepa) encontramos en Jaén y otros lugares de Andalucía este vocablo empleado para designar la caída aparatosa de una persona o animal.
Existen diversos sinónimos de esta palabra utilizados en la provincia giennense –dentro del registro coloquial- para referirse a dicho acto, a menudo tan involuntario. Son varios los de connotaciones hortofrutícolas -como pegar un melonazo o un aceitunazo, e incluso un porretazo o un porretascazo (de porra, voz que a su vez procede de porrum, puerro)- e igualmente se puede escuchar con cierta frecuencia un verbo tan peculiar como abocinar, con el cual se suele nombrar al acto de caer hacia delante utilizando la barbilla como improvisado tren de aterrizaje.
La voz cebollazo existe en otros países, como México, pero su significado es medularmente distinto: lisonja, encomio o alabanza.
  
- Chinche, chinchoso: La voz chinche está recogida en el diccionario de la RAE con acepciones diversas, entre ellas la de “persona molesta”, como metáfora del insecto hediondo, cojonero y de espíritu muy español que se dedica a ir succionando la sangre del prójimo.
Sin embargo, en las tierras de Jaén es muy habitual su utilización con el significado de persona que tiene algún tipo de molestias y se queja de ellas. Es quizá más frecuente su empleo para aludir a personas de edad y, elementalmente, a los niños y bebés, con uso abundante del diminutivo: ¿Cómo sigue tu nene? Pues hoy está más chinchosillo…

Algunos episodios biográficos de José Ortiz de Pinedo. Un escritor jaenés en el Madrid de la primera mitad del siglo XX.(II) Relaciones con la bohemia

RESUMEN

En el presente artículo -continuación del publicado en septiembre de 2007-hemos intentado divulgar algunos episodios de la vida de José Ortiz de Pinedo en los que el autor giennense, una vez que llega a Madrid para probar suerte en el ámbito literario, entabla relaciones con diversos escritores importantes de la capital.


1. Introducción.

José Ortiz de Pinedo llega a la villa y corte, como apuntamos en el trabajo anterior, cuando apenas cuenta veinte años, al poco tiempo de experimentar cómo la vida lo arroja a la soledad del camino, tras la muerte de su madre (él ya era huérfano de padre) y de su tío y tutor, Manuel Ortiz de Pinedo .

Si hacemos caso de los que nos relata en su autobiografía De mi vida y milagros (que, como ya indicamos -y dada su propensión a la fábula en este campo- es de muy dudosa fiabilidad en algunos episodios) la idea de marchar a la búsqueda de la fortuna hacia la capital del Reino le fue dada, casi exigida, por su amigo Santiago Rodríguez, quien escribiría al director de El Eco Nacional, diario de inclinaciones ideológicas republicanas, informándole a propósito de las virtudes periodísticas y literarias de nuestro autor. Digamos que esta carta de presentación le serviría a Pinedo como pasaporte hacia esa “corte de los milagros” donde esperaba labrar sigilosamente con sus textos para, llegado el momento, esquilmar las posibles haciendas literarias.

Acusado de arribista por uno de los autores con los que trató de cerca, como fue Cansinos Assens , parece evidente que Pinedo percibió en la literatura una vía de medro eminentemente económico, si tenemos en cuenta que buena parte de su producción literaria –como es el caso de sus novelas breves- se pliegan a los ideales de un mundo aburguesado, pagado de sí mismo y ubicado en las márgenes de cualquier problemática más o menos trascendente que pudiera percutir las conciencias de los lectores.

Lo que Cansinos -quien, como parece innegable, no digiere bien la personalidad del autor jaenés- critica de su forma de actuar es la manera en la que Pinedo supuestamente intenta ganarse la simpatía de los escritores importantes en los cenáculos madrileños, que consistiría en revestirse de una falsa y excesiva humildad religada con un exceso de alabanza rayana en la adulación. De esta forma pretendería -y lo que sí sabemos es que en varias ocasiones lo consiguió- abrirse determinadas puertas en el complicado mundo cultural madrileño, en forma de padrinazgos o facilidades a la hora de publicar sus textos.

La nómina de autores con los que el propio Ortiz de Pinedo, en su Viejos retratos amigos, afirma haber mantenido algún tipo de relación (bien esporádica o superficial, bien de amistad) es interesante. Él cita al propio Benito Pérez Galdós (aunque su contacto con el canario fuera puramente visual y casi a hurtadillas en las calles del centro de la ciudad), a Benavente, Ricardo León, Valle-Inclán, los hermanos Quintero, José Martínez Ruiz (“Azorín” desde 1904), Emilio Carrère (con quien mantiene una estrecha relación de amistad en la que ahora ahondaremos), Antonio Sánchez Ruiz (“Hamlet-Gómez”), Eduardo Marquina, José María Matheu, José de Roure, Emiliano Ramírez-Ángel, Francisco Villaespesa, Felipe Trigo, Martínez Olmedilla, Cristóbal de Castro, Alejandro Sawa, Alejandro Larrubieta, el dibujante Paco Sancha, Andrés González Blanco, Navarro y Ledesma, etc.

A continuación intentaremos profundizar en algunos de los vínculos personales de nuestro autor con dos de los escritores más relevantes de la bohemia madrileña: Alejandro Sawa y Emilio Carrère.

2. Ortiz de Pinedo y Alejandro Sawa: conversaciones con el icono de la bohemia literaria de la capital.

Alejandro Sawa, sevillano de ascendencia griega, llega a Madrid por vez primera en 1885 (con 23 años), y allí permanecerá hasta 1889, cuando decide marcharse a París, adoptando desde muy pronto una peculiar actitud ante la vida que lo hará erigirse en uno de los paradigmas de la bohemia literaria española . No en vano, Alejandro Sawa, fiel a su condición, soportará numerosas calamidades a lo largo de su existencia, que le harán escribir:


Sé muchas cosas del país Miseria; pero creo que no habría de sentirme completamente extranjero viajando por las inmensidades estrelladas .

Desconocemos con certeza cuándo pudo conocer Ortiz de Pinedo al creador de Iluminaciones en la sombra , pero sí podemos aventurar que nuestro autor visitó la casa del escritor hispalense en Madrid, participando en algunas de esas infinitas tertulias llenas de “humo, melenas y egolatría” . A Pinedo le gustaba ir a casa de Sawa para conversar con él, escucharle hablar de literatura, de su literatura –porque la de la realidad literaria era la única verdad que ciertamente despertaba su interés - y deleitarse con esa unción esencial con la que leía o recitaba versos.

Leía admirablemente; conversaba con énfasis, pero con agrado; era cortés y cordial. Fuera de la literatura, nada le interesaba. Y, dentro de ella, […] lo que más le interesaba era no escribir.

Pinedo nos lo retrata como un tipo de gran sensibilidad que era capaz de llorar –él llegó a presenciarlo- con unos versos de Campoamor. Y esa exquisitez artística que lo haría viajar por las “inmensidades estrelladas” mientras que de noche maldormía, acaso, debajo de un puente; esa mezcla de míseras realidades y de ficciones elevadas lo elevará a los altares de una bohemia por la que Pinedo siempre se sintió atraído, aunque ya hemos reseñado que, con frecuencia, su acercamiento a la literatura estuvo marcado -aunque en ningún caso pretendemos afirmar que ese fuera su único objetivo- por un interés eminentemente práctico y, en no pocas ocasiones, exclusivamente crematístico.

Sawa, en tanto que sacerdote de la bohemia, fue un noctívago impenitente y avezado conocedor de los misterios y las malandanzas de la noche madrileña. Parece que nuestro autor lo acompañaba en ocasiones durante aquellos extensos peregrinajes por las calles de la capital, “deteniéndose únicamente en las tabernas para aliviar la sed” , absorto por la plenitud de las palabras de aquel poeta “con melena y semblante parecidos a Daudet”, amaneciéndose frente a la puerta de su casa, cuando

la majestad del poeta, un tanto hiperbólica siempre, un tanto hinchada, desentonaba en la humilde mansión, y dijérase que se había equivocado de albergue y que era en el propio palacio de Alba donde el mayestático Sawa debía penetrar.


3. Ortiz de Pinedo y Emilio Carrère: un vínculo de admiración intelectual, pupilaje y amistad sincera.

Leemos en La novela de un literato , de Cansinos Assens, que la afinidad entre ambos autores llegó a ser tal que podríamos hablar de una sólida pareja literaria que, sin embargo, acabaría por diluirse -como tantas relaciones apasionadas- hasta terminar definitivamente, sin que hayamos tenido acceso de momento a las posibles causas de este final.

La relación con el bohemio Carrère se inicia pronto, al poco tiempo de arribar en Madrid con la supuesta recomendación del amigo citado. El propio Ortiz de Pinedo nos cuenta cómo conoció al autor madrileño: También Carrère rondaba la veintena cuando, en la iglesia de San Luis (probablemente San Luis de los Franceses, en el barrio de Salamanca) “un amigo llamado García” los presentó. A partir de entonces surgió tal vinculación, alimentada por la correspondencia en gustos literarios y por un frecuente intercambio de textos poéticos que hizo que Pinedo fuera bien valorado por Carrère y que nuestro autor comenzara a vislumbrar en la obra del decadente casticista madrileño a un escritor de gran talla artística. No en vano, Ortiz de Pinedo presumiría de ejercer como heraldo de don Emilio en el mundo literario de la capital:

Pronto me di cuenta de que en Carrère había un gran poeta, y por si no se había enterado, se lo dije y le animé para que trabajase. Me cupo la fortuna de ser su profeta y de acuciarle para que venciese sus perezas. De ahí que me haga responsable de todo el dolor que haya podido costarle la azarosa profesión que emprendió “por mi culpa” dejándole para su solo provecho la gloria ganada .

Emilio Carrère publicará en 1902 su primer libro de poesía, Románticas, y ya por aquel entonces Ortiz de Pinedo le dedicará un prólogo en verso para esta primera edición. No será, en absoluto, la única muestra escrita de afinidad entre ambos autores, ya que, por citar varios ejemplos, Carrère incluirá a Pinedo -con cuatro composiciones- en la primera antología de lírica modernista que el madrileño recopila y publica en 1906 bajo el marbete de La corte de los poetas. Florilegio de rimas modernas, mientras que nuestro autor le dedicará algún poema en sus Dolorosas, de 1903, al margen de que en Viejos retratos amigos le brinda un capítulo donde le esboza una semblanza y un poema con su nombre como título, en el apéndice lírico del final del libro, que reproducimos en su integridad:


Loado seas, cronista del Madrid antañón,
que no fuiste jamás rata de biblioteca
esclavo de la fecha y la verdad enteca
sin el preciso jugo de la imaginación.
Tú opones a la Historia la flor de la Leyenda
y con gracia, con garbo, cuentas lo que pasó;
no hablas al que de exactos datos te atiborró;
escribes sólo para el que lo entienda.
Del señor don Francisco de Quevedo y Vi-
[llegas
a las veces recuerdas el sarcasmo buído
y como a él te conocen por tu ingenio atrevido
y tus muchos trabajos y tus pocas talegas.
Tu prosa es poesía y también ironía.
Poeta de la crónica, maestro del humor,
en una mano el cascabel reidor
y en la otra la copa de la melancolía.
Poeta: ya al crepúsculo, tu vida se recata
en el recuerdo y, solo, paseas tu vitola
con tu negro chambergo y tu capa española,
con tus versos de oro y tus sienes de plata.
Que mucho se prolongue de tu vida la tarde,
que nos sigas contando del Madrid que se fué
y endulzando las horas, y que así Dios te
[guarde
Y te colme de santa esperanza y de fe.

No es extraña la admiración de nuestro autor si tenemos en cuenta que Carrère fue su primer guía espiritual y literario en Madrid, a pesar de ser algo menor de edad que el giennense, si bien, una vez concluida esta relación, Pinedo merodeará por otros ambientes y grupúsculos de escritores, como el de Villaespesa y los hermanos Machado o, más tarde, el grupo de Juan Ramón Jiménez; pero acaso en ninguna de estas nuevas reuniones llegaría a encontrarse tan cómodo como al lado de su compadre Emilio Carrère.

Es posible que una de las causas de tal simpatía casi inaugural estribe en la valoración que Pinedo hace de la vida de su amigo, donde había encontrado mucha “tristeza y cobre”, lo que nos recuerda las circunstancias fatales con las que la vida había envuelto a nuestro autor. Quizá ambos podrían representar el papel de antihéroe –que con certeza albergaría también algo de pose artística- en un escenario vital poco favorable y en ausencia de un Deus ex machina que seguramente buscaran en el ejercicio literario. Pinedo escribe el siguiente párrafo sobre la mala fortuna de Carrère:

Ha conocido de cerca el dolor y la injusticia, la tristeza de los seres y de las cosas, lo grotesco y lo amargo, lo ridículo de la “feria de las vanidades” y lo delicado de los espíritus humildes. Sabe más del arroyo de la ciudad que de sus palacios, y del fracaso de las almas que de la euforia de los dichosos. Y porque sabe todo esto, porque ha sido espectador –y actor acaso- de muchos dramas silenciosos, de muchas tragedias íntimas, ha sabido aportar a sus novelas, a sus crónicas y a sus versos ese caudal de humanidad tan caro y tan valioso.

Pero no todo en Carrère era carencia, sino que, cuando tuvo, no supo administrar, sino prodigar. Y es este uno de los aspectos donde se observa la cierta bohemia de Carrère:

Carrère era un bohemio si por bohemia entendemos indisciplina, independencia, fiera aversión al orden y el método y poco dinero en el bolsillo. Sin embargo, Carrère no fue nunca un bohemio completo. Para serlo le faltaba emborracharse de vez en cuando, cosa difícil en un hombre que no bebe más que agua, y le faltaba también ser holgazán.

Sin embargo Pinedo afirma que su amigo, como tal bohemio, trabajaba “siempre en cigarra, nunca en hormiga ”, y que hacía vida de noche, trabajando de madrugada, porque “la noche le indemnizaba de las horas prosaicas” .

4. Final.

Como indicábamos al inicio, no fueron escasos los contactos que José Ortiz de Pinedo mantuvo en la capital del Reino con escritores de reconocido prestigio. Habrá tiempo, sin duda, de indagar en ellos.

Joaquín María Cruz Quintás

Retazos de fraseología y léxico jaenés (XIV)


En bomborombillos: Con esta locución adverbial se nombra en Jaén y otras comarcas andaluzas al acto de subir a alguien a horcajadas o sobre los hombros. Su origen es incierto, y se emplea habitualmente en el ámbito coloquial o familiar.

¡Cojollos!: Es interjección muy habitual en Jaén con la que se elude la pronunciación de un vocablo interjectivo de referencias genitales sin perder un ápice de expresividad ni rotundidad en la expresión. Es más frecuente entre las hablantes femeninas, por motivaciones socioculturales de todos conocidas.

Joaquín María Cruz Quintás

Sor Quemada y la hoguera


La vicepresidenta De la Vega ha afirmado, en su discurso de apertura del Foro internacional sobre salud sexual y reproductiva, que los ciudadanos que se oponen a la nueva ley del aborto representan el segmento más retrógrado y reaccionario de la sociedad española. Sin embargo, estas palabras (azote del más elemental cimiento democrático) acaso no provoquen ya en nuestro interior aquel sentimiento de indocilidad vigorosa que nos habría consumido las tripas en otra época de mayores libertades, acostumbrados como estamos a los puñetazos un régimen gubernamental empeñado en resucitar los principios inquisitoriales del fanatismo, el sambenito y la limpieza de sangre.

Bueno está que la vicepresidenta sienta menos entusiasmo en la defensa de la vida humana intrauterina que en la de, por ejemplo, el orangután malayo o el buitre leonado. Esto es algo que se puede llegar a entender, al menos, con un simple vistazo. Y fundamentalmente porque los buitres se alimentan de carne muerta, que es el nutriente preferido de los adalides del Progreso, centinelas insomnes del planeta pajinero. (¡Qué sería de nosotros sin esta suerte de humanistas!) Pero de ahí a que estos hombres y mujeres del Renacimiento regresen al siglo XVI para achicharrar vivos los argumentos de quienes osan razonar el porqué de una aberración, señalándolos con el dedo incorrupto de María Teresa, media todo un abismo. Que por cierto es la morada cotidiana de los espíritus perversos.

Joaquín María Cruz Quintás

Retazos de fraseología y léxico jaenés (XIII)

- Enrea: La construcción estar de "enrea" es muy empleada en Jaén, y sirve para expresar que se está de juerga, de copas o de fiesta. Como resulta evidente, el sustantivo enrea (enreda) pertenecería a la familia léxica de red y enredar, esto es, complicar, liar, embrollar, que es lo que suele suceder en este tipo de reuniones gastronómico-festivas.

- Cacharricos: Con este familiar vocablo se designa a las atracciones que, por feria, se instalan en los recintos feriales o plazas de los pueblos y ciudades de Jaén. Diminutivo de cacharro, es casi exclusivo el empleo de esta forma, terminada siempre y sin excepción en –icos.
Joaquín María Cruz Quintás

Retazos de fraseología y léxico jaenés (XII)

-Cucha, cuchi: Voz empleada para llamar la atención sobre algo. Procede de escucha (es simpática su variante terminada en –i), pero su significado se ha ido ampliando, hasta el punto de que viene a ser, generalmente, sinónimo de mira: Cuchi mi tita. En ocasiones, la vocal final llega a omitirse, produciéndose apócope: Cuch, cuch, cuch.

-Jolillar: Verbo con el que el hablante jaenés suele referirse al acto producirse una lesión que, general y curiosamente, es de carácter óseo: Ya se nos ha jolillao la pierna el delantero centro.

Joaquín María Cruz Quintás

El triunfo de Rousseau o la pandemia del buenismo


Esta semana he tenido la oportunidad de acompañar a unos alumnos en una excursión al yacimiento de Alarcos, en Ciudad Real. Una vista del máximo interés de la que me quedo, no obstante, con una afirmación de la muchacha que nos hacía de guía por el recinto, a propósito de un intercambio de impresiones con unos alumnos: Yo soy proislámica, en realidad. No es cierto que las mujeres estuvieran peor en el mundo islámico; de hecho, el islam es seis siglos posterior al cristianismo, es más moderno. Incluso en España, hace poco, la situación era similar para la mujer… Hay que dejar que cada cultura vaya evolucionando por su cuenta. Afirmaciones de las que se infiere el aplastante triunfo –y su epidemia- de ese buenismo antirracional que Rousseau propugnó con su aserto sobre la bondad natural del ser humano, bien embadurnado en este caso con una pomada romanticona de paraísos perdidos que ni Milton y Américo Castro juntos en una noche de parranda.

La negación del rigor y la razón -asunto que ya hemos tratado en artículos anteriores- es la premisa imprescindible que propicia esta mezcolanza de utopía, fantasía, falsificación y odio. Odio al cristianismo y a todo lo que represente la civilización occidental; esto es, a la cultura opresora del buen salvaje, a la cultura que convirtió en polvo -como en una cuaresma de siglos, Cides y pendones- una Edad de Oro cuyo Saturno calzaba babuchas.

Porque no me negarán ustedes que la nueva religión llegó a la Península para modernizar un poco la reaccionaria concepción que el cristianismo tenía de la mujer, a la que le había extirpado la buena vida de que gozaba en tiempos de los romanos y, antes, de los griegos. Porque, hombre, eso de que la mujer fuera considerada res (cosa) en época romana (que era el trato que recibían los extranjeros y los esclavos) y que, con la llegada de la Fe cristiana, la mujer fuera reconocida en toda su dignidad humana de hija de Dios (y no como una cosa o propiedad) no es tampoco un dato demasiado significativo. Que el número de conversiones de mujeres al cristianismo se produjera en una proporción muchísimo mayor que el de los hombres, también es un dato baladí. Y que el infanticidio fuera especialmente frecuente y virulento en Roma con niños enfermos y con las criaturas de sexo femenino -hecho que, como resulta evidente, no se daba en las comunidades cristinas- pues tampoco. Aunque, como ven, en este aspecto no existía entonces la paridad de que gozamos hoy.

Y hete aquí que desembarcó en Al-Andalus la muy avanzada civilización para sustituir el trasnochado (¡tenía ya siete siglos la frasecita!) amarás a tu prójimo como a ti mismo por el revolucionario aserto de que el testimonio de la mujer vale la mitad que el del varón o por la modernísima exhortación: ¡Amonestad a aquéllas de quienes tengáis temor de que se os puedan rebelar, dejadlas solas en el lecho, y pegadles! Si os obedecen, no os metáis más con ellas. Alá es excelso, grande.

Y de notable tamaño también, las empanadas mentales de nuestro tiempo.
Joaquín María Cruz Quintás

Retazos de fraseología y léxico jaenés (XI)

- Chacolín: Este es el término jaenés para designar a las marionetas de teatrillo. Escribe Muñoz Molina: En Granada a los títeres de cachiporra les llaman cristobicas; en mi tierra de Jaén les llamábamos chacolines. Se corría por nuestro barrio la voz de que en el corral o en el zaguán de alguna casa iban a hacer chacolines y aquellos niños antiguos que casi nunca habíamos visto un televisor nos congregábamos sentados en el suelo para dejarnos hechizar por un pobre teatrillo que otros niños habían improvisado para ganarse unas pocas monedas pero sobre todo por el gusto de jugar, por la atracción primitiva de los títeres que parecen poseer vida propia aunque se vea que una mano los mueve y hablar con voces impostadas y darse rígidos mamporros.

- ¡La Virgen, nene!: Interjección de matiz religioso y muy abundante uso en Jaén, siendo acaso la más popular de todas.

- ¡La Vística!: No está muy claro cuál es la consonante implosiva de la primera sílaba de esta interjección frecuentísima en Jaén (Vírtica, Vística, …), utilizada a menudo con el objetivo de no mencionar los nombres sagrados en vano (¡La Virgen, nene!). Sin embargo, parece ser que su génesis es tan piadosa como jaenesa, en tanto que vendría a ser la contracción y deformación fónica de ¡La Virgen de Tíscar!, patrona del pueblo Quesada, en la sierra de Cazorla, y cuya fiesta y romería se celebra el primer fin de semana de septiembre.

Joaquín María Cruz Quintás

Pensar en tiempos revueltos

Extinguido el NO-DO -aquel panfletillo audiovisual del que el Régimen de don Claudio se servía para mantener a los españoles tan bien (des)informados- el nuevo despotismo, travestido de democrático, viene sirviéndose de otras formas de manipulación que, dejando al antedicho panfleto a la altura del betún, han conseguido trasmutar la presunta mayoría ciudadana en un verdadero rebaño de ovejas, que, ya se sabe, se alimentan en el pesebre.

Las formas de mentira a las que me refiero son fundamentalmente dos: la ficción y el humor.

La manipulación política y social siempre ha tenido en los espacios informativos (y lo sigue teniendo) su hábitat natural. Pero es cierto que este tipo de manipulación es, acaso, más fácilmente criticable, fundamentalmente si el receptor ha contrastado la noticia con otros medios (para lo cual sería necesario que no todos los medios estuvieran al servicio del poder). La manipulación por la ficción es más escurridiza y certera, en tanto que con muchísima frecuencia apela a la sentimentalidad para adoctrinar política o socialmente al espectador. La ficción alberga un componente de moralidad que penetra, no por la cabeza (la razón) del televidente, sino por el corazón, alma o como quiera llamársele, por lo que su huella es casi indeleble. Y este sencillo mecanismo es medio para falsificar la Historia o la realidad social, elaborando argumentos de un maniqueísmo párvulo, abusando de los estereotipos y de las ridiculizaciones burdas o creando personajes que más parecen propios de un auto alegórico del siglo XVII.

La abundancia de shows y programas de humor en horario de máxima audiencia en las cadenas privadas más cercanas al poder o más lacayunas no es un dato baladí. No lo es en tanto que estos programas suelen estar atiborrados de puyitas sociológicas o ideológicas en forma de aserto humorístico que provoca inmediatamente la carcajada y, en consecuencia, impide la réplica razonada. Son dardos que van destilando su ponzoñita en el espectador, quien va asumiendo unos determinados clichés -ayunos de debate- a los que vincula con un momento agradable. La carcajada asfixia a la razón. Y ni siquiera cuando un invitado de cualquier estamento social se siente ofendido por la gracia de turno –que, por otra parte, se profiere con frecuencia a costa de la dignidad de una persona ausente- es capaz de contravenir las afirmaciones vertidas. En primer lugar, porque no quiere hacer el papel de aguafiestas en un programa de humor. En segundo, porque se siente diminuto frente a la formidable y ruidosa maquinaria estética del show. La imagen es el núcleo sobre el que pivota toda esta gran estructura audiovisual. La naturaleza estética de la televisión es una forma de producir ideología.

Frente a esto, ¿qué nos queda? El cultivo del espíritu crítico, de la capacidad de discernimiento, pertenece al ámbito educativo. Pero de este edificio, cuyos cimientos han sido dinamitados y sustituidos por cubetas de arcilla, quizá sólo permanezca la onerosa certeza de su ruina.
Joaquín María Cruz Quintás

Retazos de fraseología y léxico jaenés (X)

- Embarcar: Este verbo es empleado por los zagales y chaveas giennenses con un sentido muy peculiar y específico. Si el DRAE define esta entada, en su primera acepción, como “Introducir personas, mercancías, etc., en una embarcación, tren o avión”, los chiquillos de la tierra la emplean con el muy concreto significado de encaramar una pelota de un balonazo a lo alto de un árbol, tapia, valla, etc: “Ya ha embarcado el balón, el tío cipote”

- Cipote: Del latino cippus (poste o mojón situado en los caminos y carreteras) procede este vocablo con el cual se suele designar, de manera un tanto exagerada, al aparato reproductor masculino, en su parte dilatable (por otro nombre pene). No debe de estar bien considerada la habilidad del citado miembro, porque el término se emplea muy a menudo en Jaén para designar al varón estulto, tontucio o de poca clarividencia. La acepción la recoge el DRAE, pero la peculiaridad del mismo en Jaén reside en la frecuencia de su uso.

Joaquín María Cruz Quintás

Horizonte

Camino junto a los campos de Baeza entre versos –cómo no- de Machado, el hermano de don Manuel. Versos que permanecen cosidos en el altozano como cicatriz de una herida soriana que dora el cielo de Mágina, paseo de las murallas adelante. Desde allí diviso Jaén, y aquella montaña felina que impresionó a Dumas. 

Y Biêsa se descubre desde Giên, y Giên se descubre de Biêsa, escribe el moro Sheriff Aledris en 1153. Y un anónimo jaenés, o -por mejor decir- aurgitano (en árabe, al Gaiyani):

Adiós, Jaén, ciudad mía, adiós Jaén;
por ti disperso mis lágrimas 
como se dispersan las perlas.
No es cierto que yo quisiera separarme de ti
y, sin embargo, así lo ha decidido 
nuestra época cruel. 


La ciudad cuyo cuerpo es Cerbero duerme la lejanía de las brumas.


Joaquín María Cruz Quintás

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