JOAQUÍN MARÍA CRUZ QUINTÁS (Jaén, 1981) es licenciado en Filología Hispánica por la UJA. Doctorando en posesión del Diploma de estudios avanzados (DEA), otorgado por las Universidades de Jaén y Granada, dentro del Programa interuniversitario de doctorado El Veintisiete desde hoy en la literatura española e hispanoamericana (La Edad de Plata). Profesor de Lengua castellana y Literatura y Latín en el I.E.S. Ruradia (Rus, Jaén).

Desprecio por la ley

El primer concepto que cruzó mi mente el pasado lunes, cuando recibí la noticia de que más de una docena de artículos del Estatuto catalán habían sido rechazados por anticonstitucionales, fue el de escándalo. Una hora después, tras escuchar las varias y opuestas reacciones de los principales partidos políticos, fui consciente de que la enfermedad que recorre nuestra grey política es, simplemente, la de la locura. Locura colectiva. Ausencia de dignidad. Desprecio por la ley.

La alegría exultante que irradiaba la vicepresidenta del Gobierno de España porque, según afirmaba, la sentencia era una derrota, “en toda regla”, del Partido Popular, me pareció por completo inverosímil. No estaba contrariada porque en un parlamento democrático español se estuviera legislando en contra de la Carta Magna, sino exactamente lo contrario. La ley, para quien sojuzga, no tiene el más mínimo valor. Todos los ardides tienen validez cuando de atacar al adversario se trata. El enemigo del Gobierno es la derecha. Pero, ¿qué derecha? La derecha constitucionalista. Con la derecha nacionalista y antiespañola pactan a menudo y sin rebozo.

Con la extrema izquierda antiespañola la amistad viene de más lejos. Octubre. 1934. Golpe de Estado revolucionario del PSOE, dirigido por Largo Caballero. Llamamiento abierto a la guerra civil. Simultánea declaración de independencia de Cataluña con proclamación del Estado catalán. El presidente de la Generalidad (ERC) escapa de la justicia republicana por las alcantarillas.

Ahora su nombre mancha el Estadio Olímpico de Barcelona –Lluis Companys- sin que nadie abra la boca.  Mientras, la fotografía de Largo Caballero cuelga de las paredes de los despachos que el PSOE tiene en el Congreso, recién redecorados.

Volvamos al presente. El Tribunal Constitucional ha exigido una interpretación no ambigua en medio centenar de artículos del nuevo Estatuto. Los nacionalistas habían elegido el equívoco para continuar con sus zarpazos hacia la independencia y el federalismo. Los textos siempre son interpretables, fundamentalmente los literarios. El deconstruccionista Paul de Man afirmó que los estructuralistas y los formalistas evadieron el “problema” de la lectura en tanto que creyeron en la posibilidad de realizar una lectura “correcta” de los textos. Una obra de autor puede estar bien o mal interpretada, propiciando así el “vértigo crítico”. Sin embargo, el lenguaje jurídico –no expresivo- ha de ser, en esencia, objetivo, limando cualquier ribete de relatividad.

El Estatuto parece ser buena muestra de lo que los estructuralistas y, más adelante, los postestructuralistas denominaron la “opacidad del discurso”. Es decir, un discurso no se refiere a ninguna realidad que exista fuera de él. Pero los nacionalistas intentan, nombrando esa hipotética realidad, crearla: denominando nación a Cataluña, finalmente lo será. Es la función declarativa de la lengua. La afirmación de la idea del poder creador del lenguaje (la poiesis griega), presente ya en las culturas primitivas.

Que la palabra tenga o no un poder divino es una cuestión que puede, quizá, ser debatida. Pero es una noción básica de la filosofía del lenguaje que el hombre sólo adquiere su conciencia por medio de la lengua. Conciencia individual y conciencia colectiva. Nombrar, nombrar, y nombrar. El arma de la palabra es más poderosa que cualquier ejército. Aunque carezca de efectos jurídicos vinculantes.

Joaquín María Cruz Quintás

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