Hace setenta y cinco años, casi setenta y seis, que Miguel
Hernández, poeta universal, llegó a la ciudad de Jaén. Corría el mes de marzo de 1937 cuando el oriolano se
presentaba en el cuartel general del sector sur del Ejército de Andalucía,
enviado por las autoridades del Frente Popular para implementar una labor de
carácter eminentemente propagandístico, como redactor y director del periódico Frente Sur. Y es que nuestro autor fue
verdaderamente un poeta-soldado, acaso el único de su generación. Poeta de la
carne y de la sangre.
Poeta de la vida: Primum
vivere, deinde philosophari, escribieron los clásicos, que nosotros
podríamos adaptar a la vida y obra del alicantino con un “primero vivir, luego
escribir”.
Miguel Hernández, poeta de la conciencia. Afirma Unamuno, en
su Sentimiento trágico de la vida,
que “conciencia es conocimiento participado, es consentimiento, y con-sentir es
com-padecer”.
Resulta imposible, por tanto, separar vida y obra en Miguel
Hernández, porque ambas se alimentan de manera recíproca: su verso cordial y
sangriento, según adjetiva Juan Cano Ballesta, es espejo quebrado y arma empuñada para la
sobrevivencia, que le hizo escribir en El
rayo que no cesa:
Un carnívoro cuchillo
de ala dulce y homicida
sostiene su valor y su brillo
alrededor de mi vida.
Una vida que, como hemos apuntado
ya, también discurrió por las calles añosas del aquel Jaén de los años 30.
Y de las huellas de su paso por
esta ciudad y de otras cuestiones nos habló el pasado jueves el escritor Manuel
Urbano Pérez, y el viernes José Luis Buendía. También el jueves, Francisco Escudero nos convenció de la trascendecia universal del legado hernandiano, que tenemos en Jaén. Y a última hora del viernes, Rafael Alarcón nos urdió, antes de la cerveza y la liturgia de las tabernas catedralicias, una síntesis perfecta de su obra poética. Seguiremos el próximo viernes.
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