Una de las ventajas de la democracia radica en la aliviadora certeza de que no todo lo decide la mayoría de los ciudadanos. Existe un umbral que únicamente cruzarán si las autoridades que ellos mismos han elegido –o sus adversarios ideológicos- se lo permiten. Y el populismo es muy proclive a abrir de par en par esa puerta, fundamentalmente cuando los intereses de los políticos están a buen recaudo.
Escribo esto a propósito de las disputas surgidas en Jaén desde que la semana pasada se presentara en la capital el anteproyecto de remodelación de la plaza de Santa María, la cual, para quien no lo sepa por no haber pasado por esta tierra todavía de paso, es la que acoge a la catedral renacentista más importante de España, camino de ser declarada Patrimonio de la Humanidad.
La nueva plaza diseñada por el arquitecto Salvador Pérez Arroyo destaca, a mi entender, por su limpieza de líneas y por una estética intelectual al servicio del templo metropolitano, supeditado a su grandeza, porque no se erige como una oposición urbanísticamente blasfema a la obra cumbre de Vandelvira, sino que se subordina a ella, en un contraste que establece claras jerarquías, pero reafirmando a su vez la propia personalidad de la que será la nueva ágora de Jaén, médula espiritual de la ciudad.
Contrasta el entusiasmo de los expertos que participaron en la Mesa de contratación del ayuntamiento (humanistas de un prestigio incuestionable, como el del autor del proyecto) con la de internautas ociosos y oficinistas despistados que vienen poblando foros y cartas al director de argumentos sencillamente idiotas, dolorosa constatación de que la cicatriz del fracaso escolar no es incompatible con el atrevimiento verbal. A esto hay que sumarle la histeria argumental del PP jaenciano, sumido en un légamo de irracionalidad y pringoso populismo que, supongo, lo acabará llevando al despeñadero.
Y por último, ¡ay!, el neopuritanismo ecologista, capaz de defender que árboles gigantescos como Polifemos sigan ocultando el frontispicio de una catedral que aspira a ser reconocida bien planetario por la UNESCO.
Una de las ventajas de la democracia radica en la aliviadora certeza de que no todo lo decide la mayoría. De vez en cuando, la sensibilidad del humanista, del buen arquitecto, del especialista acreditado tiene la última palabra.
Joaquín María Cruz Quintás