La archiconocida referencia funeraria a Montesquieu que en su momento realizó el instaurador en España del insulto parlamentario ha servido frecuentemente para criticar la enfermedad de un sistema en el que el espíritu de las leyes no representa sino el ensueño de una verdad inexistente, alterada y alabeada hasta la deformidad de unas leyes carentes de espíritu. Puro materialismo. Hez sólo.
El desprecio al pensador que propugnó la separación de poderes en el Estado no representa sino la tragedia del desprecio por un sistema de garantías que priorice el ejercicio del raciocinio y la praxis ética en contraposición a las lúgubres tentaciones del proverbio: Pro domo sua. Es, en definitiva, el proceso controlado –sigiloso– de demolición de la Razón como piedra angular del progreso de Occidente. Convirtiéndola, eso sí, en Ser Supremo, pero amarrándola a la columna del látigo farisaico. Idolatría de la Razón e hipocresía devienen en materialismo y muerte.
En la arrolladora instauración de este régimen, abiertamente sensual (los sentidos nos engañan, afirma Platón) pero de bodegas esquilmadas, se celebran las exequias del menos común de los sentidos. Una vez muerto este, encontraremos con facilidad el camino hacia el abismo, guiados por una suerte de heraldos mesiánicos o falsos profetas ávidos de reinventar en pocos años una civilización varias veces milenaria y de inhumar la podredumbre de la tradición.
El artificio para la consecución de sus logros es verdaderamente complejo, pero se cimienta en la contaminación de la episteme y del derecho por el sentimentalismo, siempre vinculado a lábiles nociones de progreso, libertad, solidaridad o igualdad. ¿Quién se puede oponer a ideales semejantes?
El presocrático Anaxágoras aseguraba que la razón todo lo penetra. Pero cuando viene a contravenir intereses alejados de ella –de la verdad, por tanto— los falsos profetas necesitan dinamizar otros procedimientos que capturen el entendimiento del ciudadano. Y ahí es cuando la maquinaria de lavado cerebral comienza a ejercitar sus tentáculos babeantes, y no cejará en un empeño que tiene como meta la victoria del bienestar por encima de cualquier otro valor. Esto es: La destrucción del hombre y de la sociedad civilizada.
Joaquín María Cruz Quintás.