Comienza esta obra con la narración y descripción de una escena del mayor tipismo y marcada feminidad: El personaje principal, la joven Dora, una muchacha de familia acomodada, toma el tren que la llevará desde Sombroso, el pueblo donde reside, a tierras lejanas, mientras sus amigas repiten despedidas muy sentidas, «adioses y sonrisas, agitando ya el abanico, ya la sombrilla cerrada, ya la mano,…» Así, desde los albores del relato, percibimos la sensación de tener en nuestras manos una obra destinada preferentemente al público femenino, muy en la línea de lo que venía siendo la producción literaria enmarcada en el ámbito de lo rosa, a la que nos hemos referido por extenso.
Muy pronto la protagonista se nos revelará como el prototipo de la mujer burguesa que habita un espacio familiar asfixiante para ella, con la figura de un padre (y de una madre, ya difunta) contra cuya mentalidad cerrada tendrá que pugnar de manera sistemática y continua.
Don Benito se revela así como un varón de doble moral: de natural tacaño, no accede, aunque puede, a comprar unos billetes de primera clase (viajan en segunda) y, para justificarse, recurre al argumento evangélico —y aquí muy contradictoriamente farisaico— de la inconveniencia de toda ostentación. Es la primera señal que se nos proporciona sobre una cierta mezquindad en la familia de la protagonista quien –como subraya el autor al aducir este dato sobre el padre justo antes de indicar que Dora viajaba «en camino de sus deseos» parece buscar nuevas rutas que la liberen de una vida incómoda en Sombroso: «Ahí te quedas (…) pueblo feo, aburrido, antipático…» . He aquí la mujer como espíritu libre que proyecta sus ilusiones hacia la libertad de un mundo desconocido, pero a buen seguro alejado de la ramplonería insustancial y obtusa de las gentes del pueblo, tan planas, tan cicateras, tan tacañas. Las circunstancias que nos presenta nuestro autor eran habituales en los años de publicación de esta novela, dado que, como es sabido, la sociedad rural no ofrecía ninguna oportunidad a las mujeres —a la dureza de las condiciones del trabajo había que sumar el yugo de una sociedad patriarcal en la que la preeminencia del varón era incontestable— , quienes sólo vislumbraban una posible fuga de su situación en una escapada hacia no se sabe qué caminos inciertos, pero alejados de «la cárcel de tedio de la vetusta ciudad» .
Dora soñaba desde aquel pequeño rincón del mundo… con el resto del Universo. Leía novelas, libros de viajes, aventuras e historias; miraba y remiraba un gran álbum, con fotografías de las principales ciudades del mundo, que su padre conservaba, y ante un globo terrestre que don Benito tenía en el despacho dejaba vagar la imaginación (…) París, Berlín, Viena, Roma,…
Queda clara la influencia del escapismo romántico en la protagonista, quien llega a firmar que Sombroso no existe, que es un no-lugar: por tanto, vivir en Sombroso significa no vivir, vivir en la nada, en el abismo, en las tinieblas.
Igualmente, la protagonista del relato refleja ese sentimiento de impotencia ante la sobreprotección que los padres ejercen sobre sus vástagos mujeres, motivada por un rechazo frontal a todo lo desconocido, especialmente la gran ciudad, fantaseada por su ya difunta madre como una suerte de Sodoma o Gomorra contemporánea, por supuesto sin excesivo fundamento argumental:
¿Qué falta te hace a ti el ir a Madrid, ni a ninguna parte? ¿No tienes aquí todo lo necesario para vivir y ser feliz? Como tú, aquí he nacido yo; y para vivir a gusto, casarme y ser dichosa, no he tenido necesidad de moverme del pueblo. Conque, aprende de tu madre.
Una vez en Madrid, la protagonista sigue siendo víctima de la mentalidad cerrada de su acaudalado padre, en tanto que este no osa hospedarse en un hotel, sino en una fonda que le han recomendado en el pueblo. La descripción física de la propietaria, a caballo entre una novela romántica de terror y el feísmo naturalista, contribuye a crear en el lector, de manera plástica, la sensación de encontrarse en un verdadero antro, imagen atenuada sin embargo por la dulzura de la mujer:
Era la dueña del hostal una doña Elvira, vieja y pintarrajeada, con muchos postizos en la cabeza. Alta y un tanto hombruna, contrastaba su aspecto exterior con la melosidad de su voz y la dulzura de su carácter, tocado de un romanticismo agudo. Según ella, había equivocado el siglo. Debía haber nacido en el diecisiete.
Aquella mujer representa de nuevo el arquetipo de la frustración femenina. En este caso, un amor de juventud malogrado (aunque no cicatrizado) tras el engaño sistemático del varón. Doña Elvira es, al cabo, una pobre mujer que, casada ahora con un tal don Jerónimo, vive aún suspirando por ese amor tan lejano cuyos engaños hoy ya no recuerda.
Pinedo recurre al humor como medio para atemperar el ambiente negativo que se está describiendo desde el inicio. Así, este recurso está presente en las etopeyas sobre los dueños de la fonda, quienes, en su interés extremo por agradar a sus huéspedes, volcarán sobre el pueblo de Sombroso alabanzas sin cuento, aunque no tuvieran la menor noticia sobre aquella población.
El narrador nos cuenta que don Jerónimo es «un alma de Dios y hombre de excesiva y abrumadora cortesía» que no duda en cuadrarse para saludar, secuela de su pasado en el ejército. Mantiene con su mujer una relación simpática o, si se quiere, un tanto absurda, dado que ella no está enamorada de él , pero la mujer está completamente segura de que su marido sí, lo que hace que se afane en mantener su (ya de por sí bochornoso) tipo.
En cierta ocasión que se pesó, acusando la báscula noventa kilos, dijo a don Jerónimo, sonriéndole: —No quiero engordar más, porque temo dejar de ser tu tipo.
Las diferencias de mentalidad entre el carácter abierto de la joven hija y el del padre vuelven a hacerse explícitas en la opuesta valoración que hacen de las gentes extranjeras:
— (…) Veo, sin embargo, caras extrañas, extranjeros que la guerra ha echado aquí para explotarnos o para adherirse como parásitos.
— Y también para enseñarnos lo que no sabemos, papá. Sin la ingerencia de esas caras extrañas en nuestros negocios, seguiría España arrastrada por el tranvía de mulas que tú conociste. Pero no quiero hablar así, porque temo caer en marisabidilla antigua o en feminista de ahora, que es peor.
Dora se muestra aquí crítica, a pesar de su postura abierta, con los excesos progresistas, de los que parece tener un concepto similar al de los tradicionalistas o meramente reaccionarios.
La protagonista es el prototipo de mujer de acción, que busca ante todo la inquietud de la gran urbe, de lo desconocido, que exclama «esto ya es vida» cuando pasea por la Castellana entre automóviles, manuelas, simones y tranvías. Y la de una mujer de gran sensibilidad social, como se demuestra cuando se entristece profundamente al pasar al lado de un asilo de niños sordomudos. Su conmoción al ver aquella imagen, que se expresa en las palabras de la protagonista—notablemente cursis, por otra parte, como se apreciará— se relaciona directamente con la capacidad de empatía que muestra Dora ante los niños que no pueden oír, que han de permanecer al margen del ruido, de la acción, que es, en definitiva, lo que más atrae a la protagonista. La blandura (tan cara a la mujer lectora de mesa camilla de la época) con la que Dora expresa este sentimiento se refleja en el siguiente párrafo:
¡Qué pena tan grande!... No oír, no hablar… Cuando precisamente el ruido es lo que más atrae y encanta a los niños… Jugando, parece que el ruido los emborracha… ¡Qué pena! Y cuantos pobrecitos habrá ahí… Yo me los figuro queriendo gritar: “¡Mamá!... ¡Madre!...”, sin que sus labios puedan pronunciar las dulces palabras.
La sensibilidad que muestra la protagonista hacia los favorecidos es, como se manifiesta en el relato, similar a la que, en un plano meramente intelectual, expresa su padre hacia la figura de republicano Castelar, ante cuya estatua arroja subidos elogios. Este hecho nos hace pensar que el relato refleja una realidad marcada por los estereotipos sexuales: el varón se interesa por la política, por los asuntos de Estado (que podríamos calificar como más prosaicos), mientras que la mujer lo hace por aspectos de la vida más ligados con el noble sentimiento de la caridad y, como veremos más adelante, con la expresión artística .
La sensiblería —entreverada de expresiones cursis— que profiere Dora se repetirá en más ocasiones a lo largo del relato, signo inequívoco de la proyección comercial del texto: «Esto es muy hermoso, papá. Ensancha el alma…»
Ese permanente interés por lo artístico al que acabamos de aludir (en tanto que factor emocional —al margen, o por encima, de la racionalidad—) ha de vincularse también con un estado de permanente fantaseo: La protagonista, siempre sonriendo, parece vivir envuelta en una cápsula de felicidad antípoda de la vida rural. Pero Dora peca en exceso de idealismo, lo que le acarreará sin duda problemas no menores. La joven mujer del relato necesita, en el fondo, ese contrapunto de pragmatismo que aquí representa el varón maduro, aunque el posicionamiento de su padre siga resultando excesivamente rocoso o escasamente liberal.
El hecho de no saber posar los pies en el suelo por su permanente afán de ideal hace de la mujer protagonista un ser muy vulnerable ante el varón oportunista que usa del embeleco y el trampantojo amoroso o sensiblero para captar la atención de sus víctimas y parasitarlas sin escrúpulo.
El concepto de provecho —a costa de los demás, evidentemente— es el factor medular en el pensamiento de este gran pícaro que es el personaje de Leopoldo Farfán. Pinedo quiere describirnos en este capítulo la figura de un vividor con mayúsculas, tan habituales a buen seguro en aquel Madrid de las primeras décadas del siglo. La argucia como herramienta de trabajo, la huida de este como medio de vida, la buena vida de parásito social.
Pero Farfán viene a representar, al menos ante los ojos de Dora (no ante los de los lectores, que desconfían ya plenamente de la actitud del pícaro) un contrapunto al arquetipo del varón común, alejado como norma general de esta tipología sentimental que presenta el susodicho. Ese será el germen de su progresiva atracción hacia él. De hecho, la inicial antipatía que despertaba en Dora fue mudando a medida que Farfán ganaba su voluntad hablándole de arte, de emociones y de lejanías geográficas. Dora está —es evidente— ávida de vida, pero de Vida con mayúscula, y ve en Farfán una cierta senda para su escapismo .
El pícaro, que conoce este punto, despliega todas sus dotes dialécticas para envolver a la mujer en su mentira . Pero el objetivo del embuste resultará ser doble. Por un lado, la ganancia económica; por otro, la mano de Dora, pero subordinada al dinero . Vuelve a observarse cómo el varón (aunque para Dora parezca lo contrario) supedita el sentimiento al pragmatismo, porque el interés por la ingenua Dora se dirige fundamentalmente hacia la fortuna heredada de su madre.
Su fino olfato de buceador de espíritus y faltriqueras había descubierto dos tesoros en los viajeros de Sombroso: la fortuna de Dora y su sed de emoción.
Todos los pretendientes anteriores de Dora habían sido demasiado rústicos, hombres del campo, aunque acomodados, «de palabra tosca y torpe estilo» , por lo que leer una carta de amor con intención literaria (si bien de una afectación almibarada) dirigida a ella le supuso una muy agradable novedad, atraída como estaba por «el aroma de aventura, por el perfume de cosmopolitismo que Farfán sabía poner en sus diálogos con ella» . Todo a pesar de que su razón le dictaba otra realidad bien distinta, pero de nuevo se manifiesta la prevalencia de la emoción sobre la racionalidad en la mujer, en una postura antiilustrada que bebe, es indudable, del no muy lejano romanticismo, corriente de gran predicamento entre las lectoras.
Dora nos recuerda, de manera bien evidente, al personaje de Madame Bovary. Así, leemos que buscaba:
Ir en pos del grano de sal o la gota de miel de lo desconocido, que en sus ensueños y lecturas de Sombroso ofrecíasele tentador.
Se asimila a la novela de Flaubert en el (en este caso frustrado) matrimonio con mujeres acaudaladas , en cómo Emma, en Madame Bovary, se cansa de un estilo de vida, el de su relación matrimonial, monótono para ella. La promesa que en la obra francesa le hace su amante de escaparse con ella se frustra, mientras que Emma Bovary se caracteriza por su enorme afán de derroche y sus continuos caprichos que, en este caso, incluso llevarán a la bancarrota a su marido legal. También hay suicidio de por medio, como sabemos, en Madame Bovary, aunque el de Farfán en Eva Curiosa no pase de ser un acto teatral lamentable . Finalmente, en ambas obras hay un estado de frustración constante que, en el caso de Emma, la lleva a la certidumbre de que sus aventuras adúlteras no han hecho sino acrecentar su malestar interior, su sentimiento de hastío.
Pero, mientras que Emma sí se había atrevido a dar un paso adelante —en dos ocasiones— hacia una aventura que la manumitiera de su estado de postración, Dora, en cambio, no se decide a dar ese paso. Ella ve con nitidez en sus fantasías el camino que habría de seguir para conseguir la deseada liberación, pero a la hora de romper el hielo en la vida real se lo piensa muy mucho.
En sueños era capaz de seguirle, de unir su vida a la suya. En la realidad, con los ojos abiertos, la asustaba .
Y a continuación leemos:
un hombre que le infundía miedo… el miedo de lo desconocido, precisamente de aquello que le atraía con misteriosa fuerza.
Lo cual vendría a suponer una suerte de trasunto invertido de las palabras que el ciego amo de Lázaro le dedica a su mozo después de lesionarle la cabeza con la jarra de vino: «¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud».
El conflicto entre sueño y realidad, germen y médula de toda la obrita, se nos expresa aquí de manera muy nítida, acaso —pensaremos— en exceso, si no tenemos presente que se trata de una obra eminentemente comercial. La protagonista principal se ha venido revelando, en definitiva, como una mujer-niña, inmadura, lo suficientemente consentida como para no poder enfrentarse a la lidia de la vida, en toda su complejidad.
Joaquín María Cruz Quintás