JOAQUÍN MARÍA CRUZ QUINTÁS (Jaén, 1981) es licenciado en Filología Hispánica por la UJA. Doctorando en posesión del Diploma de estudios avanzados (DEA), otorgado por las Universidades de Jaén y Granada, dentro del Programa interuniversitario de doctorado El Veintisiete desde hoy en la literatura española e hispanoamericana (La Edad de Plata). Profesor de Lengua castellana y Literatura y Latín en el I.E.S. Ruradia (Rus, Jaén).

De Abencerrajes, Jarifas y otras gentes extrañas


Dice un antiguo romance morisco que Tiene el Darro arenas de oro/ las tiene el Jenil de plata. / No hay otro Generalife / ni tampoco hay otra Alhambra. / Festejos y diversiones / para que luzcan sus gracias / quiere dar a las hermosas / el rey chico de Granada. Aquí, aunque haya rey, los que mandan son bufones, y se pasan la coherencia por el forro los... bemoles. Dejémoslo estar así.

Es difícil encontrar otra explicación, que no sea la de intentar distraer al electorado con festejos varios, a la propuesta, formulada por el Partido Socialista, de restituir a los descendientes de los moriscos expulsados de España hace ahora cuatrocientos años.

La famosa Ley de Memoria Histórica -valga la contradicción del sintagma, que en el dominio de la semántica tampoco andan muy finos- parece tener tanta habilidad para alejarse en el calendario como para ir dando saltitos (y, cuando es necesario, verdaderos saltos mortales) con el fin de evitar determinados episodios que, por su carácter macabro o sencillamente carnicero, pudieran cubrir de rojo, amén de la florecita, también el puño (siempre cerrado y en alto): No le toques ya más, que así es la rosa, escribió Juan Ramón. O así nos la han contado, que diría el otro.

Aunque acaso no sea esta sino un maniobra encubierta para hacer renacer el gusto maurófilo por la novela morisca, que tanto éxito cosechó en nuestro Siglo de Oro, y cuyo precedente relativamente cercano lo encontramos en los romances fronterizos: Moricos, los mis moricos, / los que ganáis mi soldada, / derribédesme a Baeza, / esa villa torreada, / y a los viejos y los niños / la traed en cabalgada / y a los moros y varones / los meted todos a espada, / y a ese viejo Pero Díaz / prendédmelo por la barba, /y a aquesa linda Leonor / será la mi enamorada. O, pensándolo mejor, más bien se trate de eso, de meter, aunque sea metafóricamente, todos a espada. A todos los malos, claro, que para los musulmanes del romance y para los adalides del Progreso no son sino aquellos que profesan o han profesado la fe católica. Cuya Iglesia debe de gozar en la actualidad de una salud ferruginosa, si tenemos en cuenta el retroceso histórico que a menudo realizan sus enemigos -en un esfuerzo intelectual verdaderamente ímprobo- para ponerla a parir.

En la literatura, la idealización del moro o musulmán resurgirá durante el siglo XIX con Álvarez Cienfuegos, Martínez de la Rosa o incluso Zorrilla, cultivando de nuevo la novela o la poesía moriscas. A la par, el interés por el exotismo de lo andaluz (en tanto que arabizante) guiará a los viajeros europeos por Andalucía husmeando el aliento de la antigua Al-Andalus, y despreciando sin empacho todo lo posterior, o sea, todo lo cristiano u occidental. Así, Úbeda y Baeza, leemos en sus apuntes, les parecerán municipios sin interés arquitectónico, y la catedral de Jaén un edificio carente de valía, afirmaciones que, por otra parte, no hubiera sido capaz de de afirmar ni el mismísimo Bartimeo de Jericó, aunque fuera por prudencia.

Pero esta virtud, tan cara como poco cultivada, sigue siendo ajena a muchos de nuestros politiquillos, enfrascados en el ajuste de cuentas permanente (aunque envuelto, para más INRI, en el celofán de un humanitarismo cutre) que nos podría llevar tranquilamente al pleistoceno, para condenar al rinoceronte lanudo por atreverse a ser el prototipo de la señorona pija con abrigo de pieles del barrio de Salamanca.


Joaquín María Cruz Quintás





Retazos de fraseología y léxico jaenés (XVIII)


- Trepolina: Con este término nos referimos los jiennenses al acto de de dar una voltereta, pero con la especificidad de hacerlo apoyando la cabeza en el suelo: “Cuchi, cuchi, qué trepolina ha dado el toro… ¡La Virgen, nene, qué cepazo!” En puridad, no es un vocablo exclusivo de Jaén, sino que se puede escuchar en otras partes de Andalucía, fundamentalmente en un ámbito popular o castizo.

- Chavea: Voz proveniente del caló, zincaló o romaní español, que con tales nombres se puede aludir a la variedad hispana de la lengua del pueblo gitano. En concreto, procede de chavaia, vocativo masculino singular de chavó, que significa muchacho o chaval, vocablo también de origen caló, aunque más extendido por toda la Península, procedente de chavale, vocativo plural de la forma antedicha, chavó.


Joaquín María Cruz Quintás

Narrador y narración, espacio y tiempo en cuatro novelitas de José Ortiz de Pinedo: Eva Curiosa, La dulzura de amar, La aventurera de los sueños y La novelera.


 En todas las novelas aparece la figura de un narrador omnisciente y heterodiegético en tercera persona que elabora un discurso principalmente referencial (narración objetiva de hechos), aunque en ocasiones descriptivo, valorativo y también universal (en tanto que extrapolable a una generalidad conceptual). Se refiere a sus personajes de manera generalmente objetiva, y refleja sus pensamientos interiores por medio del discurso indirecto libre, empleando en ocasiones en lugar del diálogo (aunque es predominante), el discurso directo para parafrasear las palabras pronunciadas por los personajes.

Las acciones se nos van presentando de acuerdo con un esquema de composición lógica, esto es, siguiendo un orden cronológico o causal, y pivotando alrededor de un conflicto de fuerzas muy evidente (luego secundado, en el caso de Eva Curiosa, en el otro ulterior que surgirá a raíz de la entrada en escena de Farfán)¬. Este conflicto de fuerzas suele comenzar habitando exclusivamente un ámbito externo, el de la vida social, más superfluo, aunque paulatinamente podrá ir virando hacia un trance de marcada interioridad, que llegará incluso hasta el tormento espiritual de Dora.

El tiempo del discurso es (no podía ser de otra manera tratándose de una novela corta que narra unos hechos dilatados en el tiempo) claramente menor al tiempo de la historia. Para ello, Ortiz de Pinedo se sirve de recursos o movimientos narrativos como el resumen o las elipsis varias que provocan saltos en el tiempo, aunque no es menos cierto que las descripciones (por ejemplo, de la ansiada ciudad de Madrid, por donde pasean Dora y su padre, o las etopeyas y prosopografías que a lo largo de los relatos se esparcen) puedan ralentizar el tempo de las narraciones, que sin embargo podemos calificar de ágil en todos los casos, como corresponde a su género. En las diversas escenas dialogadas (discurso directo o dramático) y en algunos párrafos narrativos, el tiempo del discurso y el de la historia se igualan, como también sucede en otras ocasiones en las que la protagonista principal o (anti)heroína, realiza un sumario progresivo, adelantando en su mente la felicidad que le supondrá esa nueva vida que la libre de sus ataduras.

El espacio de las novelitas es diverso, en ocasiones abierto (paseos por Madrid e incluso París, símbolos de la libertad) y en otras cerrado, preferentemente urbano (la protagonista ha huido del pueblo a la búsqueda del cosmopolitismo) y realista, aunque las tres heroínas lo cubran con una pátina de fantasía y ensoñación ya proverbiales para nosotros.

Como sabemos, Mijail Bajtín define cronotopo a la conexión esencial que existe en una obra literaria (fundamentalmente las narrativas) entre las relaciones temporales y espaciales, concibiendo este concepto como una categoría de la forma y el contenido en la literatura. El movimiento argumental se articula desde un punto de partida (el estado de desesperación de la protagonista, a menudo) para llegar al momento culminante de toda la acción (en este caso, el fracaso de las pretensiones vitales de las protagonistas). Ambos instantes son, por tanto, términos del movimiento argumental, que actúan como costuras de una herida o como jambas abrazando toda la secuenciación de los relatos, que suceden en un espacio y tiempo concreto y variado. Espacio y tiempo son, por consiguiente, los centros organizadores, temáticos, de los principales acontecimientos argumentales de las cuatro narraciones, a las que llenan de vida. Porque todos los elementos abstractos de las novelas (lo que tienen de andamiaje conceptual) sólo adquieren cuerpo de realidad a través de la concreción de un tiempo y un espacio determinados y muy claramente delimitados en estas obras. Los espacios interiores descritos son un boceto de corte decadentista, por la morosidad descriptiva general y, en concreto, la de objetos provistos de una especial fuerza evocadora de lujos y exotismos diversos. El lector medio (la lectora) podía así penetrar y recorrer con su mirada los lujosos y espaciosos hogares de las clases altas, lo cual nunca ha estado exento de cierta —y acaso insana— curiosidad:

En el amplio gabinete (…) destacaba un lienzo al óleo con el retrato de Isabel, de cuerpo entero, en taje de baile, blanco, la cabeza descubierta y entra las manos un abanico de plumas.


El dormitorio, tibio, alfombrado con tapiz blanco y dibujo de rosas grandes, estaba suavemente embalsamado por la colonia, los jabones, las esencias delicadas de pomos y fras [ilegible] que llenaban el tocador. Frente a éste se alzaba un espejo de tres lunas, y en el centro de la estancia, que era holgada, aparecía el lecho, de hierro dorado y labrado preciosamente, con edredón de seda rosa y el embozo de la sábana bordado a la mayor perfección.


Estaba el dormitorio en el primer piso del hotel que, cerca del Obelisco, poseía en la castellana el despacho de don Alfonso, el comedor y tres salones más apenas habilitados desde que la familia del judío quedara reducida a él y su hija. Don Alfonso tenía también su alcoba en el piso principal, fronteriza a la de Isabel, y separadas ambas por un gabinete con mirador sobre el jardín. La servidumbre dormía en las habitaciones del segundo piso. Por la parte posterior del inmueble, donde estaba la cocina, había un palomar y un gallinero, y en pabellón aparte las cocheras. El jardín rodeaba la casa, estrecho por los costados, de regular espacio en el frente, con pabellón de portería a un lado y al otro un cenador. En medio del jardín, de bastante arbolado, había una fuente que representaba una niña vaciando su cántaro y que estaba cercado por un macizo de violetas circular. Media docena de escalones de piedra daban acceso a la puerta principal de la casa, que era de cristales de colores.
 


El espacio externo de las novelitas es, a menudo, el del Madrid (también París o Cannes) de la burguesía neosecular , con una ambientación urbana plena de referencias fastuosas y con matices de un esteticismo decadente y en cierto modo baudelairiano, en tanto que adición de perfumes, sonidos, colores y elementos de la naturaleza:


 La hora de la siesta. Es verano. Pica el sol: para resguardarse de su fuego están echadas las persianas y cerrados los balcones. Las macetas se abrasan. El canario, que ha tenido la suerte de ser trasladado á [sic] la penumbra, duerme en su caña. Reina en esta habitación, tan ordenada, tan limpia, el silencio de la siesta. Perfuman el aire rosas y claveles recién cortados, prisioneros en búcaros de cristal modernos colocados encima de una cómoda. Bríndase á la sed un fresco, panzado botijo de Alcorcón, envuelto en un paño mojado. 


A la luz de la luna o de las estrellas, iluminado y palpitante, con la fina aguja de la torre Eiffel dominando la ciudad como una flecha lanzada al azul, París justificaba ante los soñadores su apoteosis teatral que fascinaba desde lejos…


La suntuosa arboleda del Parque, el señorial aspecto de los viejos jardines, dorados por el sol septembrino, alegraron el ánimo de Dora, produciéndola [sic] una impresión gratísima.


La calzada aparecía rumorosa por el tropel de carretelas y troncos de lujo. Todos llevaban recogida la capota y aun la luz de la tarde permitía el no encender los faroles. Aquel desfile de ricos troncos —caballos magníficos, coches charolados, brillantes libreas—, aquel aspecto del vivir mundano y fastuoso (…)


Reintegrados al coche, los condujo por la calle Mayor para, cruzando nuevamente la Puerta del Sol, recorrer Alcalá, Recoletos y la Castellana. La animación de la más famosa vía madrileña, aun tiempo popular y aristocrática, y alegre como pocas grandes vías de Europa, gustó también a Dora. (…)

Desde Cibeles al Hipódromo encantáronse padre e hija con la hermosura de la amplia avenida bordeada de hoteles y elegantes edificios (…)


La descripción demorada que apreciamos en estas novelitas (tanto la de interiores aristocráticos o altoburgueses como las de espacios urbanos de la gran ciudad) coadyuvarán a la definición de las protagonistas y de otros personajes relevantes, en tanto que no son sino metáforas de estos, bosquejando así los retratos principales también mediante el recurso de la descriptio.

Cabría mencionar la repetición de personajes que se observa en dos de estas novelas (Eva Curiosa y La aventurera de los sueños), hecho que no impide la autonomía absoluta de ambas obras. Es este un recurso de cierta habitualidad en las narraciones de quiosco de la época —destacan los casos de Antonio de Hoyos y Álvaro de Retama —, planteándose dichas reiteraciones a modo de sencillo engarce diegético entre relatos (continuum).
Joaquín María Cruz Quintás

La dulzura de amar (1923): otra novela femenina de José Ortiz de Pinedo.


En esta novelita —cuyo título es bien revelador— de nuevo Ortiz de Pinedo plantea la cuestión de la ausencia de libertad (tan gravosa para la mujer española de la época) en el ámbito familiar. La figura del padre, si bien no será la de un tiranuelo doméstico (a la protagonista le puede, más que otro factor, el terrible respeto a la voluntad de su padre), sí que supondrá un muro de contención inabarcable para la consumación de los ideales amorosos —no podía ser de otra manera— por motivaciones ideológicas y de clase. La presión familiar hacia un matrimonio de conveniencia subyace a lo largo de toda la obrita, asumiendo una vereda literaria que es alumbrada en la obra del novelista francés Pierre de Marivaux, pasando ineludiblemente por Leandro Fernández de Moratín.

En esta obra, de nuevo la mujer protagonista (como en el caso de Dora en Eva curiosa) habita un mundo de idealidad que colisiona frontalmente con la racionalidad excesivamente práctica, egoísta o sencillamente elitista de su progenitor .

Una serie de casualidades propician el encuentro de ambos protagonistas, quienes habrán de sortear ciertas barreras sociales y, en el caso de Julián Uria, el rechazo que la acracia de su pensamiento le impone sobre aquel mundo de carretelas y hueras suntuosidades.

¿Qué era, en suma, aquella señorita, más que una rica heredera, la hija de un usurero enriquecido?

Pero también el sentimiento amoroso terminará sobreponiéndose al dictado de la ideología en el periodista republicano:

Lo que pasaba en el espíritu de Julián no es fácil decirlo, aun formalizadas las relaciones, aun desvelado muchas madrugadas por el recuerdo de Isabel, aun sintiendo por ella adoración creciente, admiración sin tasa, batallaba en su espíritu, rebelándose, el odio al prestigio aristocrático de su novia, el orgullo humillado por la diferencia de clase y, al propio tiempo también, el pudor de su pobreza, la vergüenza de verse levantado hasta la misma altura de la rica heredera por obra y gracia del amor.

De nuevo nuestro autor recurre a un sentimentalismo romanticoide, tan en la línea del gusto cursi pequeñoburgués, para transmitir la emoción del amado, después de haberse lamentado de la imposibilidad de su amor hacia la aristócrata por las diferencias sociales, a lo que Isabel de Guevara replicará, con esa liberalidad de la mujer pinediana que busca descorrer cualquier cerrojo social:

— Yo no veo esas diferencias que usted establece. Lo que sí observo es que es usted excesivamente modesto. ¿Quién lo dijera con la fama de terrible que goza?
— Pero junto a usted, toda mi audacia, toda mi fama se evapora, para dejar paso a un hombre acobardado, tímido, indeciso. Tiene usted la virtud de empequeñecerlo todo con su presencia. A su lado, nada puede tener la grandeza de usted.


Y continúa humillándose:

— ¡Y si viera usted cuánto he mortificado a mi orgullo o a mi vanidad de hombre, o a lo que sea! Sin esa grandeza, yo me hubiera acercado a usted desde el primer momento. Pero ello me ha contenido al mismo tiempo que me hacía sufrir, como le digo, el fracaso de mi inferioridad.

Y remata con un epítome a modo de panegírico:

Para acercarme a usted, para quererla a usted, yo hubiera preferido que fuese usted un poco menos buena, un poco menos hermosa, un poco menos sencilla.

Toda una declaración de vasallaje amoroso ante el idealismo de una mujer que parece semidivina, imagen entroncada con la de la amada perfecta que recibe los amores de un caballero trabajando en pos de la justicia. El amor cortés transportado a los años veinte del pasado siglo, persiguiendo un mismo objetivo: el gran público.

Pero hay un factor divergente en la misma radicalidad del planteamiento, y es que el periodista confiesa que (a diferencia de los caballeros del Medievo) su amor por Isabel está mermándole en su lucha hacia un nuevo modelo social. La mujer puede ejercer sobre el varón una fuerza tal que llegue a anular, o al menos atenuar, sus convicciones:

Si supieras, Isabel, que tu cariño va tornándome débil. Desde que te conozco, tu sola presencia, cuanto más te trato, obra el milagro de restar fuerza a mi fuerza, de aconsejarme templanza, de anular mi acometividad. Y esto me disgusta. Quisiera verme a mí mismo como antes, como siempre, dispuesto a toda violencia.

Y el luchador libertario se tornará ahora casi neoplatónico, a juzgar por las siguientes y edulcoradas palabras:

Es decir, que si tu cariño le hace bien a mi alma, le hace un mal a mi lucha. La felicidad que me das, parece que me quita la esperanza en mi triunfo.

La respuesta de Isabel viene a redundar un poco más en este estilo almibarado:

—Pues te querré un poquito menos –repuso Isabel dulcemente— para que tu esperanza no padezca, para que no flaquee tu ideal.

De otra parte, la religiosidad de la mujer en las novelitas de Ortiz de Pinedo se hace palmaria a menudo, y de manera muy significativa en doña Isabel de Guevara:

Minutos después de las ocho despertaba Isabel. Luego de signarse y decir su oración de la mañana, comenzó a vestirse. […]


¡Dios lo quiere!— murmuró suspirando al abandonar el despacho de su padre para dirigirse a su gabinete.

A su amado:

—Nos despediremos junto a la ermita, ¿te parece? – Y añadió temblorosa—: para que Dios te dé suerte y te haga feliz. (…)
—Para que te haga a ti, que mejor lo mereces, santita. […]


No salía de casa como no fuese para ir a misa.


A su padre, tras la frustración amorosa, renunciando a la vida mundana:


¿Te parece que instalemos un oratorio en casa?
(…)
Algunos domingos tengo pereza de salir. (…) Un capellán amigo vendría tempranito a decir la misa.


Cuando su padre le da la noticia de que Uría ha abandonado la prisión:


Isabel, que leía un libro religioso, sentada junto al tocador, levantó la mirada hacia su padre.

Esta tendencia espiritual de la mujer frente a la del varón (que en unos casos es más comedido es sus manifestaciones religiosas externas, y en otras directamente descreído o postulante de ideologías materialistas) entronca con el retrato de lo femenino como fuente de idealidad (en el sentido platónico del concepto), aplicada a todos los órdenes de la existencia humana .

En este sentido, el relato alcanza un clímax de máxima tensión religiosa cuando doña Isabel de Guevara decide, al no poder consumarse su noviazgo con el periodista ácrata, que la mejor decisión es la de macerarse o sumergirse en las aguas purificadoras de la religión. Hasta el punto de renunciar aun a las preocupaciones mundanas, en una suerte de beatus ille horaciano a lo divino.

La actitud de la protagonista provocará la desesperación de su padre viudo, que considera que esa es una forma cruel de perder para siempre a su hija. Pero a esta situación se ha llegado como consecuencia de una premisa medular: la incapacidad moral de la hija de tomar una decisión que ofenda a su padre, a quien respeta con reverencia. Así, la mujer aparece como un miembro familiar que aboga siempre por la concordia y la estabilidad, renunciando incluso a sus reivindicaciones en el caso de que estas no sean del agrado del cabeza de familia. Esa actitud de búsqueda del equilibrio familiar es frontalmente contraria a la del amado, que tiene en la lucha y la discordia una máxima de su pensamiento.

Se oponía con todo el tesón que dejaban traslucir siempre sus pocas palabras [de su padre]. Se oponía… Y ella no se encontraba con fuerzas para desobedecer a su padre, para contrariar su voluntad. Si se tratase de otra clase de obstáculos, hasta de luchar contra la sociedad entera por defender aquel amor, no vacilaría. (…) Pero contra su padre… Contra su padre, aunque creyese vencer, no dirigiría sus armas. Prohibíaselo su amor de hija, la educación cristiana que había recibido, la ciega obediencia debida al autor de sus días.

De modo que la protagonista se nos revela aquí como una Madonna dell’ annunciazione que acata los pensamientos de su Dios –el “autor de sus días”—, o al menos no los contraría (en tanto que tampoco se casará con el duquesito de Alcázar, el preferido de don Alfonso).

La mujer es, en consecuencia, un ser especialmente celoso de sus obligaciones cuya reciedumbre espiritual se ve reflejada en el cumplimiento de su ineludible deber filial. Pero esta actitud no es en absoluto barata, y el peaje que la mujer paga por ella es alto, aunque sigiloso, discreto y recatado:

Y lloraba, lloraba… Era su llanto sereno, silencioso. Cubriéndose los ojos con el pañuelo, apoyado el codo en el brazo de la butaca, iba dando suelta a su dolor como fuente que mana sin tregua. En los cristales golpeaba fuertemente la lluvia, espesándose en amplia cortina bajo el cielo gris. Parecía que la tristeza del invierno venía a aumentar la congoja de su alma, y que el despertar frío y melancólico de diciembre presagiaba a la pobre enamorada muchos días negros, muchas horas amargas .

Asistimos en definitiva a una lucha encarnizada de la sentimentalidad de la mujer, de la hija (guiada eminentemente por sus pulsiones emocionales), frente al exceso de pragmatismo e interés de clase –materialismo social— del varón, del padre.

 Mas el corazón de la enamorada rebelábase contra lo que consideraba una injusticia. ¿Por qué cerrar las puertas del corazón al amor, so pretexto de que el galán no reunía las condiciones que exigían los prejuicios de clase? Por primera vez, la vida, que era para ella tan dulce y tan blanda, mostrábale, como su padre, el ceño duro. Por primera vez sentía extenderse sobre el alma la sombra de una tristeza.

La ablación del libre albedrío de la mujer, derivado del ejercicio autoritario de la paternidad, deviene en un estado de desengaño para ella, que —amén de perder todo afán por la vida terrenal y sus delectaciones— llega a manifestarle a su amado un sentimiento de culpa; no sólo sufre la presión familiar y social, sino que ha de disculparse por ello, situación tan femenina en un marco sociocultural aún extraordinariamente falocrático.

Y le pedía perdón… Le pedía perdón por sacrificar su amor de mujer a su amor de hija.

La reacción del periodista ante las palabras de doña Isabel goza del máximo interés en tanto que manifiesta la poderosa influencia de la mujer amada sobre el varón, hacia quien parece haber volcado su capacidad de comprensión, bondad y sentimiento religioso, aunque este último trasmutado en una piedad mundana hacia la mujer que no puede consumar su amor, una religio amoris de lazos provenzales que le permite venerar, incluso adorar, a quien tiene ante sus ojos.

El patetismo efectista de la despedida de los enamorados —fatal en tanto que presagiada— acaso hiciera brotar las lágrimas de los lectores de mesa camilla de la época, máxime por la pátina edulcorada de lenguaje redicho con que el narrador cubre la escena.

Hemos llegado al último capítulo de una historia harto dichosa, tal vez por eso, breve. La aventura acaba… ¿Cómo era posible que no acabase así? Tú te vuelves a tu mundo: yo al mío. Nos juntó el azar y la vida nos separa… ¡Qué hemos de hacerle!... Cosas de este ambiente miserable. Después de este sueño feliz no tengo más que darte las gracias. ¡Me has hecho tanto bien en este tiempo! Tú sí que serás en mi vida un recuerdo imborrable: la gota de miel que en medio de las amarguras de mi lucha, estará siempre en mis labios. Tu alma clara, tu alma limpia como un espejo, y que como un espejo refleja la verdad que tiene delante, me servirá perennemente de guía, invitándome a ser justo y a ser bueno.

Y continúa con aires posrománticos o becquerianos:

¡Por esta alma tuya tan dulce, no sé yo qué te diera ni qué hubiera dado!

Pero hasta el ácrata periodista se mostrará extraordinariamente comprensivo y sereno ante la decisión de doña Isabel (la autoridad es inviolable en algunos casos, parece colegirse), afirmando incluso que su amada será acicate para su pelea, emulando a los caballeros andantes del Medievo:

Comprendo y respeto las razones que te obligan a obedecer a tu padre. Yo seguiré luchando más ardientemente que nunca… acaso por perderte… (…) Si triunfo, a tu amor lo deberé… Si me cuesta (…) el combate, creeré que la memoria de tu cariño es el pago de mi sacrificio .

Doña Isabel irá evolucionando desde una religiosidad inocua hacia un supuesto ascetismo negacionista y espartano que llega a horrorizar al padre, porque piensa, en su egoísmo desmedido, que aquella actitud supondrá la pérdida total de su hija, un remedio mucho peor que esa enfermedad de amores libertarios. El padre siente pavor ante la soledad, y ese egoísmo paterno se confronta de manera meridiana con la liberalidad, entrega y capacidad de sacrificio de su hija —de la mujer—, siempre dispuesta a su propia oblación en beneficio de la comunidad familiar.

Digamos que la relación con su hija ha ido derivando hacia una suerte de amo et odio, acusándola de la situación, mientras que ella había perdido “la amorosa solicitud de antes”, aunque su trato fuera muy correcto, sin alterar el orden vigente. Todo esto irá engendrando en el padre una desazón interior que irá acumulándose hasta que ese dolor de don Alfonso —que no soporta más la sumisión inhumana de su hija— haga, finalmente, crisis:

¡Pues sacrifícate! ¡Sigue sacrificándote! ¡Hártate de sacrificio!

La asfixiante situación familiar que vive la mujer, al no haber encontrado una vía satisfactoria de escape, hará que se resquebrajen los cimientos de la convivencia entre padre e hija. Ella, sólo buscará ya consuelo en la esperanza de otro mundo, ulterior a la esta vida terrena en la que permanecía presa y sin confortación posible.


Joaquín María Cruz Quintás

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