JOAQUÍN MARÍA CRUZ QUINTÁS (Jaén, 1981) es licenciado en Filología Hispánica por la UJA. Doctorando en posesión del Diploma de estudios avanzados (DEA), otorgado por las Universidades de Jaén y Granada, dentro del Programa interuniversitario de doctorado El Veintisiete desde hoy en la literatura española e hispanoamericana (La Edad de Plata). Profesor de Lengua castellana y Literatura y Latín en el I.E.S. Ruradia (Rus, Jaén).

De Abencerrajes, Jarifas y otras gentes extrañas


Dice un antiguo romance morisco que Tiene el Darro arenas de oro/ las tiene el Jenil de plata. / No hay otro Generalife / ni tampoco hay otra Alhambra. / Festejos y diversiones / para que luzcan sus gracias / quiere dar a las hermosas / el rey chico de Granada. Aquí, aunque haya rey, los que mandan son bufones, y se pasan la coherencia por el forro los... bemoles. Dejémoslo estar así.

Es difícil encontrar otra explicación, que no sea la de intentar distraer al electorado con festejos varios, a la propuesta, formulada por el Partido Socialista, de restituir a los descendientes de los moriscos expulsados de España hace ahora cuatrocientos años.

La famosa Ley de Memoria Histórica -valga la contradicción del sintagma, que en el dominio de la semántica tampoco andan muy finos- parece tener tanta habilidad para alejarse en el calendario como para ir dando saltitos (y, cuando es necesario, verdaderos saltos mortales) con el fin de evitar determinados episodios que, por su carácter macabro o sencillamente carnicero, pudieran cubrir de rojo, amén de la florecita, también el puño (siempre cerrado y en alto): No le toques ya más, que así es la rosa, escribió Juan Ramón. O así nos la han contado, que diría el otro.

Aunque acaso no sea esta sino un maniobra encubierta para hacer renacer el gusto maurófilo por la novela morisca, que tanto éxito cosechó en nuestro Siglo de Oro, y cuyo precedente relativamente cercano lo encontramos en los romances fronterizos: Moricos, los mis moricos, / los que ganáis mi soldada, / derribédesme a Baeza, / esa villa torreada, / y a los viejos y los niños / la traed en cabalgada / y a los moros y varones / los meted todos a espada, / y a ese viejo Pero Díaz / prendédmelo por la barba, /y a aquesa linda Leonor / será la mi enamorada. O, pensándolo mejor, más bien se trate de eso, de meter, aunque sea metafóricamente, todos a espada. A todos los malos, claro, que para los musulmanes del romance y para los adalides del Progreso no son sino aquellos que profesan o han profesado la fe católica. Cuya Iglesia debe de gozar en la actualidad de una salud ferruginosa, si tenemos en cuenta el retroceso histórico que a menudo realizan sus enemigos -en un esfuerzo intelectual verdaderamente ímprobo- para ponerla a parir.

En la literatura, la idealización del moro o musulmán resurgirá durante el siglo XIX con Álvarez Cienfuegos, Martínez de la Rosa o incluso Zorrilla, cultivando de nuevo la novela o la poesía moriscas. A la par, el interés por el exotismo de lo andaluz (en tanto que arabizante) guiará a los viajeros europeos por Andalucía husmeando el aliento de la antigua Al-Andalus, y despreciando sin empacho todo lo posterior, o sea, todo lo cristiano u occidental. Así, Úbeda y Baeza, leemos en sus apuntes, les parecerán municipios sin interés arquitectónico, y la catedral de Jaén un edificio carente de valía, afirmaciones que, por otra parte, no hubiera sido capaz de de afirmar ni el mismísimo Bartimeo de Jericó, aunque fuera por prudencia.

Pero esta virtud, tan cara como poco cultivada, sigue siendo ajena a muchos de nuestros politiquillos, enfrascados en el ajuste de cuentas permanente (aunque envuelto, para más INRI, en el celofán de un humanitarismo cutre) que nos podría llevar tranquilamente al pleistoceno, para condenar al rinoceronte lanudo por atreverse a ser el prototipo de la señorona pija con abrigo de pieles del barrio de Salamanca.


Joaquín María Cruz Quintás





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