Existe una Semana Santa que no sale en la televisión. Una Semana Santa que habita dentro de nosotros, como un alma subterránea que nos es inalienable, desobediente de calendarios y de lunas de Nisan, porque no es una celebración temporal o finita. Existe (persiste) otra Semana Santa, pincelada con trazos de memoria y de sentimientos, de sones aviolinados en la evocación de la tristeza de una Virgen, de manos infantiles apretadas en el duermevela de las vísperas, de bambalinas signadas con oro de Salomón que una mujer acaricia agradeciendo o pidiendo quién sabe qué imposibles, desde su cancela abierta al cielo. Semana Santa de silencio y sombra de capilla en los meses friolentos y siempre lejanos del otoño.
Es este un como sueño de cofradías que nos acompaña durante la vigilia de todo el año. Una retahíla de imágenes apenas bosquejadas que actualizan –y sublimizan- la teofanía barroca y primaveral de las calles cuando son de amargura; cuando el clavel amustiado es un óleo de remembranzas y la mirada de nuestro Cristo, al rezarle, nos penetra el alma de cofrade (cum frater) lo mismo que penetraron en Haydn esas Siete Palabras que nos repite cada Jueves Santo entre el verde anaranjado de su plaza.
La Semana Santa interior es un mundo de idealizaciones que parte de una realidad eventual para sobredorarla y reinterpretarla a nuestro antojo. Por eso la despojamos de todo lo que la vulnera, para crearnos otra realidad que, por utópica, no reproduce con fidelidad lo que han visto nuestros ojos, pero que reinventa los recuerdos desde esa amalgama de turbaciones que produce en el cofrade (y también en muchos no cofrades) la Semana Santa. En ese mundo interior no tienen cabida ni las expresiones horteras, ni los ritmos pachangueros, ni los codazos de los politicastros, ni tampoco la concepción mercantilista y pavorosamente hueca que algunos medios tienen de esta celebración. Al contrario, recordaremos el Jueves Santo escuchando las siete sonatas del maestro austriaco y pensaremos que la Catedral es el Templo de Jerusalén cuando se rasgó el velo y que los niños que vimos con la boca abierta escuchando la letanía romana de los tambores son los mismos a los que se refirió Jesús en los Evangelios. Porque la Semana Santa resulta ser una mistura histórica, social, artística, folklórica y personal de complejidad formidable que trasciende todas las disciplinas y estudios. Acaso sea, en último término, incomprensible, como el Libro de Job. Y acaso sea también la expresión estética más decididamente inimitable de nuestra cultura.
Porque la Belleza –esa tentación de la Divinidad-, cuando se presenta vestida de primaveras y emociones que cruzan el umbral de la razón y del Misterio, resulta irrenunciable, y por eso nos imanta sin remedio ese matrimonio de luna y palio que la fatiga del pentagrama celebra hasta la consunción de las fuerzas del cuerpo.
La Semana Santa es, por tanto, una epifanía de Dios a través de la Belleza y de los sentimientos. Lo volvemos a ver cada año hecho Hombre en las calles de la ciudad: vivo, muerto y resucitado. Algunos pensarán que todo acaba el Domingo de Pascua. Otros, una vez se hayan esfumado esos días como en un aliento de pavesas, quizá recuerden las palabras que San Agustín escribió en sus Confesiones: “Y partióse (Jesús) de nuestros ojos para que regresemos al corazón y allí lo encontremos”.
Es este un como sueño de cofradías que nos acompaña durante la vigilia de todo el año. Una retahíla de imágenes apenas bosquejadas que actualizan –y sublimizan- la teofanía barroca y primaveral de las calles cuando son de amargura; cuando el clavel amustiado es un óleo de remembranzas y la mirada de nuestro Cristo, al rezarle, nos penetra el alma de cofrade (cum frater) lo mismo que penetraron en Haydn esas Siete Palabras que nos repite cada Jueves Santo entre el verde anaranjado de su plaza.
La Semana Santa interior es un mundo de idealizaciones que parte de una realidad eventual para sobredorarla y reinterpretarla a nuestro antojo. Por eso la despojamos de todo lo que la vulnera, para crearnos otra realidad que, por utópica, no reproduce con fidelidad lo que han visto nuestros ojos, pero que reinventa los recuerdos desde esa amalgama de turbaciones que produce en el cofrade (y también en muchos no cofrades) la Semana Santa. En ese mundo interior no tienen cabida ni las expresiones horteras, ni los ritmos pachangueros, ni los codazos de los politicastros, ni tampoco la concepción mercantilista y pavorosamente hueca que algunos medios tienen de esta celebración. Al contrario, recordaremos el Jueves Santo escuchando las siete sonatas del maestro austriaco y pensaremos que la Catedral es el Templo de Jerusalén cuando se rasgó el velo y que los niños que vimos con la boca abierta escuchando la letanía romana de los tambores son los mismos a los que se refirió Jesús en los Evangelios. Porque la Semana Santa resulta ser una mistura histórica, social, artística, folklórica y personal de complejidad formidable que trasciende todas las disciplinas y estudios. Acaso sea, en último término, incomprensible, como el Libro de Job. Y acaso sea también la expresión estética más decididamente inimitable de nuestra cultura.
Porque la Belleza –esa tentación de la Divinidad-, cuando se presenta vestida de primaveras y emociones que cruzan el umbral de la razón y del Misterio, resulta irrenunciable, y por eso nos imanta sin remedio ese matrimonio de luna y palio que la fatiga del pentagrama celebra hasta la consunción de las fuerzas del cuerpo.
La Semana Santa es, por tanto, una epifanía de Dios a través de la Belleza y de los sentimientos. Lo volvemos a ver cada año hecho Hombre en las calles de la ciudad: vivo, muerto y resucitado. Algunos pensarán que todo acaba el Domingo de Pascua. Otros, una vez se hayan esfumado esos días como en un aliento de pavesas, quizá recuerden las palabras que San Agustín escribió en sus Confesiones: “Y partióse (Jesús) de nuestros ojos para que regresemos al corazón y allí lo encontremos”.
Joaquín María Cruz Quintás