JOAQUÍN MARÍA CRUZ QUINTÁS (Jaén, 1981) es licenciado en Filología Hispánica por la UJA. Doctorando en posesión del Diploma de estudios avanzados (DEA), otorgado por las Universidades de Jaén y Granada, dentro del Programa interuniversitario de doctorado El Veintisiete desde hoy en la literatura española e hispanoamericana (La Edad de Plata). Profesor de Lengua castellana y Literatura y Latín en el I.E.S. Ruradia (Rus, Jaén).

La Semana Santa interior

Existe una Semana Santa que no sale en la televisión. Una Semana Santa que habita dentro de nosotros, como un alma subterránea que nos es inalienable, desobediente de calendarios y de lunas de Nisan, porque no es una celebración temporal o finita. Existe (persiste) otra Semana Santa, pincelada con trazos de memoria y de sentimientos, de sones aviolinados en la evocación de la tristeza de una Virgen, de manos infantiles apretadas en el duermevela de las vísperas, de bambalinas signadas con oro de Salomón que una mujer acaricia agradeciendo o pidiendo quién sabe qué imposibles, desde su cancela abierta al cielo. Semana Santa de silencio y sombra de capilla en los meses friolentos y siempre lejanos del otoño.

Es este un como sueño de cofradías que nos acompaña durante la vigilia de todo el año. Una retahíla de imágenes apenas bosquejadas que actualizan –y sublimizan- la teofanía barroca y primaveral de las calles cuando son de amargura; cuando el clavel amustiado es un óleo de remembranzas y la mirada de nuestro Cristo, al rezarle, nos penetra el alma de cofrade (cum frater) lo mismo que penetraron en Haydn esas Siete Palabras que nos repite cada Jueves Santo entre el verde anaranjado de su plaza.

La Semana Santa interior es un mundo de idealizaciones que parte de una realidad eventual para sobredorarla y reinterpretarla a nuestro antojo. Por eso la despojamos de todo lo que la vulnera, para crearnos otra realidad que, por utópica, no reproduce con fidelidad lo que han visto nuestros ojos, pero que reinventa los recuerdos desde esa amalgama de turbaciones que produce en el cofrade (y también en muchos no cofrades) la Semana Santa. En ese mundo interior no tienen cabida ni las expresiones horteras, ni los ritmos pachangueros, ni los codazos de los politicastros, ni tampoco la concepción mercantilista y pavorosamente hueca que algunos medios tienen de esta celebración. Al contrario, recordaremos el Jueves Santo escuchando las siete sonatas del maestro austriaco y pensaremos que la Catedral es el Templo de Jerusalén cuando se rasgó el velo y que los niños que vimos con la boca abierta escuchando la letanía romana de los tambores son los mismos a los que se refirió Jesús en los Evangelios. Porque la Semana Santa resulta ser una mistura histórica, social, artística, folklórica y personal de complejidad formidable que trasciende todas las disciplinas y estudios. Acaso sea, en último término, incomprensible, como el Libro de Job. Y acaso sea también la expresión estética más decididamente inimitable de nuestra cultura.

Porque la Belleza –esa tentación de la Divinidad-, cuando se presenta vestida de primaveras y emociones que cruzan el umbral de la razón y del Misterio, resulta irrenunciable, y por eso nos imanta sin remedio ese matrimonio de luna y palio que la fatiga del pentagrama celebra hasta la consunción de las fuerzas del cuerpo.

La Semana Santa es, por tanto, una epifanía de Dios a través de la Belleza y de los sentimientos. Lo volvemos a ver cada año hecho Hombre en las calles de la ciudad: vivo, muerto y resucitado. Algunos pensarán que todo acaba el Domingo de Pascua. Otros, una vez se hayan esfumado esos días como en un aliento de pavesas, quizá recuerden las palabras que San Agustín escribió en sus Confesiones: “Y partióse (Jesús) de nuestros ojos para que regresemos al corazón y allí lo encontremos”.

Joaquín María Cruz Quintás

Una ciudad pocilguera

Dicen que trae mucha suerte, pero para los que no somos demasiado supersticiosos el hecho de pisar una caquita de perro por la calle no nos hace demasiada gracia. A no ser, eso sí, que consideremos una gracia del cielo vivir en esta ciudad, que cuenta entre su mobiliario urbano con múltiples ejemplos de las deyecciones que obran los canes cuyos dueños no tienen urbanidad. Algunos dirán que los mojones se inventaron para servir de guía y no perderse uno, pero no son de ese tipo los que humean en las mañanas de mucho frío, ni los que hacen que los viandantes conviertan a la madre del propietario del perro en la mujer de sus pensamientos.

Hace ya algún tiempo me contaron que una señora de edad le recriminó -con buenos modales- a un individuo que paseaba con su mascotilla sobre el verde de Los Jardinillos que aquel no era el lugar más conveniente para que su perro se aliviara, porque el césped se podía secar. El hombre, que ni llevaba bozal ni iba amarrado, comenzó a vociferarle de forma chulesca, que acaso es lo propio de los que, admirando en exceso a los animales, pagarían por convertirse en uno de ellos. Por lo visto, a la pobre señora casi se le saltaron las lágrimas, pero nos hemos quedado con las ganas de saber si fue por impotencia o por compasión hacia el sujeto.

Otro tema es el de los contenedores: No pocos de ellos están repletos de basura a las diez de la mañana, a pesar de que tienen impreso un cartelito en el que se puede leer: Utilízame de 21 a 23 horas. Pero acaso no debamos ser tan malpensados: por ejemplo, ¿a quién no se le ha parado el reloj alguna vez? Aunque algunos ancianos no tienen excusa: se acuestan a la misma hora que las gallinas, y eso de bajar la basura por la noche les parece algo propio de la juventud, que siempre tiene ganas de trasnochar; así que prefieren hacerlo cuando canta el gallo. No falta quien, profundo conocedor de las leyes newtonianas de la gravitación, deja caer la bolsa desde el balcón de su casa. Es mucho más rápido, dónde vas a parar.

Los medios de comunicación nos hablan de personas, generalmente de edad avanzada, que en lugar de bajar la basura tienden más bien a subirla: se dice que padecen el síndrome de Diógenes. Se sienten solas y están convencidas de que viven en la pobreza, por lo que deciden aprovecharlo todo. No parece que en Jaén abunde este tipo de enfermos: Aquí preferimos acumular basura en las aceras, a veces incluso cuando el contenedor está semivacío. No vaya a ser que después de abrir la tapadera nos tengamos que lavar las manos con jabón. Sería un gasto innecesario en época tan desacelerada como la presente.

Cierto que nuestra lengua tiene una gran riqueza de vocablos referidos al cerdo: Por ejemplo, esta palabra (cerdo) se vincula con la voz cerda, esos pelillos recios y cortos que tienen algunos animales, entre ellos el ya mencionado o el jabalí. De la forma latina porcus procede puerco, y cocho y cochino tienen estrecha relación con la forma con que se llama la atención del cerdo: coch. Marrano proviene del árabe hispánico muḥarrám, que significa “cosa prohibida”, por ser un alimento considerado impuro entre los musulmanes.


También la lengua española nos muestra una variedad léxica similar en los gentilicios referidos a nosotros, los habitantes de Jaén. Pero es algo que no tiene relación con lo que acabo de referir. A no ser que se la busquemos con insana y dificultosa malicia.
Joaquín María Cruz Quintás

Obesidad intelectual

Parece que el Gobierno de la Nación (española) pretende ayudarnos a los ciudadanos para que dejemos de ser tan pesados, que no es lo mismo que ser cansinos. El Ministerio de Sanidad y Consumo de la ministra Salgado se está percatando de que “las cifras de obesidad entre los españoles comienzan a ser alarmantes", ha dicho la antedicha, y para la ocasión ha decidido desarrollar una estrategia (NAOS) que, aunque tiene nombre de barco, está orientada a los que se las ven y se las desean para poder flotar en el agua.

Por su parte, la Organización Mundial de la Salud ha afirmado que la obesidad es “la epidemia del siglo XXI”, o lo que es lo mismo: que si en España antes nos moríamos de tuberculosis o de hambre, ahora lo podemos hacer (vamos a meternos todos) de un reventón. Lo del lagarto de la Malena, seamos serios, fue un caso aislado. Entonces, en la Edad Media, se solía morir más bien de sobredosis de apetito, o de alguno de esos enigmáticos “aires” que les daba a los antiguos.

Los expertos han señalado hacia el sedentarismo por ser una de las causas principales de tanta morbidez. O sea que, aunque los libros –que solemos leer sentados o tumbados- nos hacen libres, no hay que abusar de ellos, no vaya a ser que pierda uno la libertad de poder pasar por la estrechez de la puerta para ir al baño. Habrá que acompañarlos con una alimentación equilibrada y algo de ejercicio físico.

Pero parece que los políticos se preocupan menos de la salud intelectual de sus compatriotas que de la corporal. O, si se preocupan, lo disimulan espléndidamente con su torpeza, que es acaso el mejor subterfugio para disculparse de la ausencia de cordura.

El magnífico escritor italiano Italo Calvino glosaba en una de sus conferencias un fragmento de un cuento del Decamerón, de Boccaccio. En él, se nos cuenta cómo el poeta Cavalcanti meditaba entre unos sepulcros de mármol. La juventud dorada florentina cabalgaba de fiesta en fiesta, obcecada en saciar su avidez de pasatiempo. Cavalcanti nunca iba con ellos. Al llegar estos al cementerio, le preguntan a Guido Cavalcanti:

- Guido, te niegas a ser de nuestro grupo; pero, cuando hayas averiguado que Dios no existe, ¿qué vas a hacer?
Guido, viéndose rodeado por ellos, prestamente dijo:
- Señores, en vuestra casa podéis decirme cuanto os plazca.
Y poniendo la mano en uno de los sarcófagos, que eran grandes, como agilísimo que era, dio un salto y cayó del otro lado y, librándose de ellos, se marchó.

Para Cavalcanti, el sepulcro era la casa de aquellos sujetos. Y Boccaccio, el autor del relato, nos dibuja la idea de ligereza, de agilidad, como símbolo de excelencia intelectual. La muerte corporal es vencida por quien se eleva a la contemplación universal a través de la especulación del intelecto, concluye Italo Calvino.

Si el opuesto de la ligereza es la pesadez, seguramente estemos criando adolescentes víctimas de la obesidad intelectual. Desde que se implantó la LOGSE, las autoridades políticas suplantaron la ídem de los profesores. Aunque intentaron, o eso dicen, equipar mejor a los centros. Pero a este paso tendremos que gastarnos un dineral en comprar canutos, para que los alumnos puedan hacer la “o” sin llegar a desmotivarse.

Joaquín María Cruz Quintás

Algunos episodios biográficos de José Ortiz de Pinedo. Un escritor jaenés en el Madrid de la primera mitad del siglo XX. (I)

Joaquín María Cruz Quintás

RESUMEN
En este artículo, dividido en dos partes, hemos intentado simplemente divulgar algunos aspectos vitales de José Ortiz de Pinedo, escritor nacido en Jaén en el último tercio del siglo XIX que alcanzó cierto éxito en el panorama literario madrileño.

ABSTRACT
The present study (which have two parts) shows some aspects of the life of José Ortiz de Pinedo, writer born at Jaén in the last decades of the XIX century who had some literary success at Madrid.

1. Introducción.
A pesar de que José Ortiz de Pinedo redacta una novela autobiográfica intitulada De mi vida y milagros, acaso -para quien desee conocer con rigor determinados capítulos de la vida de nuestro autor- no resulte lo más aconsejable tomar como referencia de incuestionable veracidad dicho libro de memorias. Quizá no lo sea porque, como si de un moderno juglar se tratara, Ortiz de Pinedo entrevera episodios reales con otros que, en puridad, sólo pertenecen al ámbito de la fábula. Pero esa fundición de capítulos verdaderos y ficcionales tiene un propósito meridiano: abocetar el perfil de un hombre literaria y vitalmente atractivo, un escritor ácrata que bucea en el océano espacioso y fecundo de la bohemia, alejado de cualquier tipo de corsé o grillete que le cercene su libertad de autor entregado al cultivo del arte de la palabra. Más adelante esbozaremos una reseña de ese librito autobiográfico que contradice algunas informaciones de las que presentamos a continuación.

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