El ubetense Salvador Compán, en su ensayo Jaén, la frontera insomne, nos hablaba del síndrome de Homero, azote de todo ciudadano jaenés. ¿En qué consiste semejante síntoma malicioso? El gran poeta (¿o eran varios?) griego, tras perder la luz de los ojos, perderá también la posibilidad de espigar el cultivo de su ingenio, las palabras que él mismo había escrito con sus manos unos años antes. Homero será incapaz de admirar su propia obra, de medir la rotunda plenitud de sus versos, de conturbar su ánimo en el desciframiento del hexámetro dactílico. Necesitará de otros que le lean sus obras, que arrojen ante sus ojos secos y cosidos por el morbo los ritmos imperecederos de su épica, el vigor heroico o la fidelidad sin quebranto de sus personajes. Homero será ya incapaz por sí solo de penetrar su propio arte literario.
Algo así nos ocurre a los de Jaén. Siempre nos ha pasado. Necesitamos que alguien ajeno, forastero, nos descubra nuestras bellezas para poder admirarlas. Y me ha venido a la memoria esta tesis al pensar en la remodelación integral que se va a realizar en los jardines de la Alameda.
Recuerdo una excursión urbana realizada en el colegio a aquella zona, en los años ochenta, cuando la Alameda no era sino una escombrera de jeringuillas (las veíamos abandonadas sobre la hierba) y jeringueros (también los veíamos, con el brazo casi estrangulado por una cinta de tela opresora, junto al campo hípico). El jardín más antiguo de la ciudad se encontraba en un estado de postración absoluta, desmemoriado de paseos familiares y de conventos y ermitas derruidas, vaciado de su primitiva belleza, olvidado sucesivamente por políticos sin sensibilidad ni cultura.
La Alameda fue diseñada a finales del siglo XVI, en 1595, en unos años en los que el Concejo jaenés se mostraba novedosamente interesado en dotar a la ciudad de espacios urbanos donde la estética fuera el valor prevalente. La ideal ubicación de los jardines permitían no sólo disfrutar de los mismos (se plantaron numerosos álamos por aquellos años) sino también de las edénicas vistas que proporcionan los pagos del sur de la ciudad: Peñas de Castro, Zumeles, Cerro del Castillo, La Mella y, como queriendo arrasarlo todo con su soberbia, el monte gigantesco que los moros llamaron Cuz (Jabalcuz). A su abrigo, las obras inconclusas de una catedral cuyas naves llegarían a alcanzar la perfección absoluta unas décadas más tarde.
En 1621 se erige allí el convento de Capuchinos, desaparecido hace muchos años, y que dio nombre al lugar de manera muy eufónica: Alameda de Capuchinos. Durante el franquismo y hasta hoy, Alameda de Calvo Sotelo. Afortunadamente, ahora se vuelve a recuperar su denominación histórica. Por allí también estuvo el convento de Jerónimos y, desde 1625, el de las Franciscanas, conocidas popularmente como Las Bernardas, por haber sido favorecidas por el que fue obispo giennense don Bernardo de Sandoval y Rojas. Igualmente, existió una ermita dedicada a San Cristóbal en la que se veneraba una imagen de la Virgen de la Cabeza, y en cuya romería, para escándalo de las buenas costumbres, se hacía un uso non sancto de las geografías de la carne, en una simbiosis paradójica y, por ende, muy barroca, con el anhelo espiritual. Una interpretación acaso excesivamente libertina del Et verbum caro factum est, que obligó a las autoridades a intentar supervisar aquellas fruiciones venéreas de los giennenses del siglo XVII.
Esperemos que la remodelación (¿sabrán los urbanistas que van a intervenir en un espacio del XVI?) sea satisfactoria.
Joaquín María Cruz Quintás