No son pocos los que acostumbran a definir los ritos, sean cuales sean sus motivaciones, como mera “parafernalia”. Y lo suelen hacer con una autosuficiencia y altanería autocomplaciente, sabedores quienes lo afirman de que se encuentran en un estadio superior del progreso del ser humano, superador de antiguallas sin valor alguno. Pero convendría aquí ser menos ligeros de pensamiento, algo más cultivados de espíritu e inteligencia y, ya de paso, intentar disimular por todos los medios la falta de generosidad con que Naturaleza dotó a los tales, porque ya se sabe que “lo que no da Naturaleza, ni Salamanca ni Baeza.”
A esta forma de progreso en cierto modo materialista o meramente iclonoclasta ni siquiera se sustrajo la Iglesia católica, que, tras el Concilio Vaticano II, despojó de belleza sus liturgias y sustituyó la profunda perfección de Juan Sebastián Bach o la delicadeza de un Francisco Guerrero por la estupidez musical de unas guitarras maltratadas por parroquianos vestidos con camisa de leñador. Generalmente. Y así, aun hoy, bajo las bóvedas góticas, renacentistas o barrocas de nuestras iglesias se siguen escuchando canciones perfectamente ridículas, extremadamente cursis, más propias de una excursión de los Pitufos que de una ceremonia medianamente seria.
La importancia de la ritualidad estriba en que es expresión no adjetiva, sino sustantiva (aunque no exactamente medular) de una Verdad trascendente que penetra la noche de los tiempos de la existencia humana. Y el Misterio -esto es, lo inefable- tan solo puede ser expresado mediante el símbolo: “Buscando mis amores, / iré por esos montes y riberas; / ni cogeré las flores, / ni temeré las fieras, / y pasaré los fuertes y fronteras.” Sólo así podremos cruzar las fronteras de lo que no es inteligible.
Incluso desde una concepción pagana de la existencia, el símbolo es acaso el único sendero que nos conduce hacia la ciudad luminosa, hacia la Belleza: “ ¿Vienes del cielo profundo o surges del abismo, / Oh, Belleza? Tu mirada infernal y divina, / Vuelca confusamente el beneficio y el crimen.”, escribe Baudelaire en Las flores del mal. La belleza (la estética artística) también habita en la fealdad. Su origen es incierto. Que se lo digan a Balzac. A Zola. “Y se puede, por eso, compararte con el vino.” Pero en la tradición occidental, desde hace más de dos mil años, la idea del vino ha superado el umbral del simbolismo para hacerse en sí mismo Vida, Misterio. Dios en persona.
¿Se puede, teniendo conciencia de cuál es el embrión de la cultura, despreciar la trascendencia del rito?
Joaquín María Cruz Quintás