
Esta semana he tenido la oportunidad de acompañar a unos alumnos en una excursión al yacimiento de Alarcos, en Ciudad Real. Una vista del máximo interés de la que me quedo, no obstante, con una afirmación de la muchacha que nos hacía de guía por el recinto, a propósito de un intercambio de impresiones con unos alumnos: Yo soy proislámica, en realidad. No es cierto que las mujeres estuvieran peor en el mundo islámico; de hecho, el islam es seis siglos posterior al cristianismo, es más moderno. Incluso en España, hace poco, la situación era similar para la mujer… Hay que dejar que cada cultura vaya evolucionando por su cuenta. Afirmaciones de las que se infiere el aplastante triunfo –y su epidemia- de ese buenismo antirracional que Rousseau propugnó con su aserto sobre la bondad natural del ser humano, bien embadurnado en este caso con una pomada romanticona de paraísos perdidos que ni Milton y Américo Castro juntos en una noche de parranda.
La negación del rigor y la razón -asunto que ya hemos tratado en artículos anteriores- es la premisa imprescindible que propicia esta mezcolanza de utopía, fantasía, falsificación y odio. Odio al cristianismo y a todo lo que represente la civilización occidental; esto es, a la cultura opresora del buen salvaje, a la cultura que convirtió en polvo -como en una cuaresma de siglos, Cides y pendones- una Edad de Oro cuyo Saturno calzaba babuchas.
Porque no me negarán ustedes que la nueva religión llegó a la Península para modernizar un poco la reaccionaria concepción que el cristianismo tenía de la mujer, a la que le había extirpado la buena vida de que gozaba en tiempos de los romanos y, antes, de los griegos. Porque, hombre, eso de que la mujer fuera considerada res (cosa) en época romana (que era el trato que recibían los extranjeros y los esclavos) y que, con la llegada de la Fe cristiana, la mujer fuera reconocida en toda su dignidad humana de hija de Dios (y no como una cosa o propiedad) no es tampoco un dato demasiado significativo. Que el número de conversiones de mujeres al cristianismo se produjera en una proporción muchísimo mayor que el de los hombres, también es un dato baladí. Y que el infanticidio fuera especialmente frecuente y virulento en Roma con niños enfermos y con las criaturas de sexo femenino -hecho que, como resulta evidente, no se daba en las comunidades cristinas- pues tampoco. Aunque, como ven, en este aspecto no existía entonces la paridad de que gozamos hoy.
Y hete aquí que desembarcó en Al-Andalus la muy avanzada civilización para sustituir el trasnochado (¡tenía ya siete siglos la frasecita!) amarás a tu prójimo como a ti mismo por el revolucionario aserto de que el testimonio de la mujer vale la mitad que el del varón o por la modernísima exhortación: ¡Amonestad a aquéllas de quienes tengáis temor de que se os puedan rebelar, dejadlas solas en el lecho, y pegadles! Si os obedecen, no os metáis más con ellas. Alá es excelso, grande.
Y de notable tamaño también, las empanadas mentales de nuestro tiempo.
La negación del rigor y la razón -asunto que ya hemos tratado en artículos anteriores- es la premisa imprescindible que propicia esta mezcolanza de utopía, fantasía, falsificación y odio. Odio al cristianismo y a todo lo que represente la civilización occidental; esto es, a la cultura opresora del buen salvaje, a la cultura que convirtió en polvo -como en una cuaresma de siglos, Cides y pendones- una Edad de Oro cuyo Saturno calzaba babuchas.
Porque no me negarán ustedes que la nueva religión llegó a la Península para modernizar un poco la reaccionaria concepción que el cristianismo tenía de la mujer, a la que le había extirpado la buena vida de que gozaba en tiempos de los romanos y, antes, de los griegos. Porque, hombre, eso de que la mujer fuera considerada res (cosa) en época romana (que era el trato que recibían los extranjeros y los esclavos) y que, con la llegada de la Fe cristiana, la mujer fuera reconocida en toda su dignidad humana de hija de Dios (y no como una cosa o propiedad) no es tampoco un dato demasiado significativo. Que el número de conversiones de mujeres al cristianismo se produjera en una proporción muchísimo mayor que el de los hombres, también es un dato baladí. Y que el infanticidio fuera especialmente frecuente y virulento en Roma con niños enfermos y con las criaturas de sexo femenino -hecho que, como resulta evidente, no se daba en las comunidades cristinas- pues tampoco. Aunque, como ven, en este aspecto no existía entonces la paridad de que gozamos hoy.
Y hete aquí que desembarcó en Al-Andalus la muy avanzada civilización para sustituir el trasnochado (¡tenía ya siete siglos la frasecita!) amarás a tu prójimo como a ti mismo por el revolucionario aserto de que el testimonio de la mujer vale la mitad que el del varón o por la modernísima exhortación: ¡Amonestad a aquéllas de quienes tengáis temor de que se os puedan rebelar, dejadlas solas en el lecho, y pegadles! Si os obedecen, no os metáis más con ellas. Alá es excelso, grande.
Y de notable tamaño también, las empanadas mentales de nuestro tiempo.
Joaquín María Cruz Quintás