Extinguido el NO-DO -aquel panfletillo audiovisual del que el Régimen de don Claudio se servía para mantener a los españoles tan bien (des)informados- el nuevo despotismo, travestido de democrático, viene sirviéndose de otras formas de manipulación que, dejando al antedicho panfleto a la altura del betún, han conseguido trasmutar la presunta mayoría ciudadana en un verdadero rebaño de ovejas, que, ya se sabe, se alimentan en el pesebre.
Las formas de mentira a las que me refiero son fundamentalmente dos: la ficción y el humor.
La manipulación política y social siempre ha tenido en los espacios informativos (y lo sigue teniendo) su hábitat natural. Pero es cierto que este tipo de manipulación es, acaso, más fácilmente criticable, fundamentalmente si el receptor ha contrastado la noticia con otros medios (para lo cual sería necesario que no todos los medios estuvieran al servicio del poder). La manipulación por la ficción es más escurridiza y certera, en tanto que con muchísima frecuencia apela a la sentimentalidad para adoctrinar política o socialmente al espectador. La ficción alberga un componente de moralidad que penetra, no por la cabeza (la razón) del televidente, sino por el corazón, alma o como quiera llamársele, por lo que su huella es casi indeleble. Y este sencillo mecanismo es medio para falsificar la Historia o la realidad social, elaborando argumentos de un maniqueísmo párvulo, abusando de los estereotipos y de las ridiculizaciones burdas o creando personajes que más parecen propios de un auto alegórico del siglo XVII.
La abundancia de shows y programas de humor en horario de máxima audiencia en las cadenas privadas más cercanas al poder o más lacayunas no es un dato baladí. No lo es en tanto que estos programas suelen estar atiborrados de puyitas sociológicas o ideológicas en forma de aserto humorístico que provoca inmediatamente la carcajada y, en consecuencia, impide la réplica razonada. Son dardos que van destilando su ponzoñita en el espectador, quien va asumiendo unos determinados clichés -ayunos de debate- a los que vincula con un momento agradable. La carcajada asfixia a la razón. Y ni siquiera cuando un invitado de cualquier estamento social se siente ofendido por la gracia de turno –que, por otra parte, se profiere con frecuencia a costa de la dignidad de una persona ausente- es capaz de contravenir las afirmaciones vertidas. En primer lugar, porque no quiere hacer el papel de aguafiestas en un programa de humor. En segundo, porque se siente diminuto frente a la formidable y ruidosa maquinaria estética del show. La imagen es el núcleo sobre el que pivota toda esta gran estructura audiovisual. La naturaleza estética de la televisión es una forma de producir ideología.
Frente a esto, ¿qué nos queda? El cultivo del espíritu crítico, de la capacidad de discernimiento, pertenece al ámbito educativo. Pero de este edificio, cuyos cimientos han sido dinamitados y sustituidos por cubetas de arcilla, quizá sólo permanezca la onerosa certeza de su ruina.
Las formas de mentira a las que me refiero son fundamentalmente dos: la ficción y el humor.
La manipulación política y social siempre ha tenido en los espacios informativos (y lo sigue teniendo) su hábitat natural. Pero es cierto que este tipo de manipulación es, acaso, más fácilmente criticable, fundamentalmente si el receptor ha contrastado la noticia con otros medios (para lo cual sería necesario que no todos los medios estuvieran al servicio del poder). La manipulación por la ficción es más escurridiza y certera, en tanto que con muchísima frecuencia apela a la sentimentalidad para adoctrinar política o socialmente al espectador. La ficción alberga un componente de moralidad que penetra, no por la cabeza (la razón) del televidente, sino por el corazón, alma o como quiera llamársele, por lo que su huella es casi indeleble. Y este sencillo mecanismo es medio para falsificar la Historia o la realidad social, elaborando argumentos de un maniqueísmo párvulo, abusando de los estereotipos y de las ridiculizaciones burdas o creando personajes que más parecen propios de un auto alegórico del siglo XVII.
La abundancia de shows y programas de humor en horario de máxima audiencia en las cadenas privadas más cercanas al poder o más lacayunas no es un dato baladí. No lo es en tanto que estos programas suelen estar atiborrados de puyitas sociológicas o ideológicas en forma de aserto humorístico que provoca inmediatamente la carcajada y, en consecuencia, impide la réplica razonada. Son dardos que van destilando su ponzoñita en el espectador, quien va asumiendo unos determinados clichés -ayunos de debate- a los que vincula con un momento agradable. La carcajada asfixia a la razón. Y ni siquiera cuando un invitado de cualquier estamento social se siente ofendido por la gracia de turno –que, por otra parte, se profiere con frecuencia a costa de la dignidad de una persona ausente- es capaz de contravenir las afirmaciones vertidas. En primer lugar, porque no quiere hacer el papel de aguafiestas en un programa de humor. En segundo, porque se siente diminuto frente a la formidable y ruidosa maquinaria estética del show. La imagen es el núcleo sobre el que pivota toda esta gran estructura audiovisual. La naturaleza estética de la televisión es una forma de producir ideología.
Frente a esto, ¿qué nos queda? El cultivo del espíritu crítico, de la capacidad de discernimiento, pertenece al ámbito educativo. Pero de este edificio, cuyos cimientos han sido dinamitados y sustituidos por cubetas de arcilla, quizá sólo permanezca la onerosa certeza de su ruina.
Joaquín María Cruz Quintás