La tarde verdinegra de este valle va perdiéndose ya, en lontananza, cubierta por la sierra y sus aristas. Huele a lumbre el frío en la cara y la huerta y los veneros expanden su aliento de carnes rojas, verdes, amarillas. Gonzalo, que corre tras un gorrioncillo, eleva sus brazos de niño, gordezuelos, al infinito, abiertas las palmas hacia el vuelo libérrimo del animal. Y a su grito infantil se suma una sinfonía de esquilas que asciende de los prados como una lluvia ingrávida.
En las casas, los hombres que regresan del campo comienzan a reunirse alrededor del fuego domesticado del invierno, al que imponen sus manos anchurosas de labriegos, cuadradas, como de pintura cubista. A unos pasos del valle sin horizonte, la catedral, iluminada, concisa, recia, adusta en la quietud imposible de la plaza. Y un ensayo de órgano que finaliza los últimos fonemas de una poesía vieja.
Joaquín María Cruz Quintás

Joaquín María Cruz Quintás