Así, con esta coda que hunde sus talones en el paraíso perdido y candoroso de la niñez, remata Cernuda su bello poema “Luna llena en Semana Santa”. Arcadia de los ojos de mirada blanca y labios entreabiertos como cancel de patio de abril. Mejillas en rosa florido de paso de palio, como esa ascua candente que incendia el sepia de las noches de la memoria. Luna y fatiga. Música de siglos. La ciudad.
Es el mismo niño que atraviesa -inquieto y locuaz, la mano del padre apretada por la pasión de las vísperas- esa plazuela cuya alma, escribió el poeta sevillano, es la flor del naranjo; donde debe de anidar el espíritu balsámico de cinco siglos de bellezas y oraciones. Leemos en el Viejo Testamento que Dios habita la levedad de la brisa, hoy arrebol de vainilla que va dibujando telones para el teatro doloroso de la Pasión. A la belleza por el dolor.
Es este el tiempo sin tiempo del niño que comienza a aprehender el Misterio en las calles de la primavera. Misterium tremendum de Dios. Bullicio de los vencejos. La vida.
Es este el tiempo sin tiempo del niño que comienza a aprehender el Misterio en las calles de la primavera. Misterium tremendum de Dios. Bullicio de los vencejos. La vida.
Joaquín María Cruz Quintás