«¿Imaginan el goce que sentiría al caer en manos de una patrulla de milicianos jóvenes, armados y -¡mmm!- sudorosos? En 1974, al morir en su cama, recordaría con placer inefable aquel intenso desprecio, fuente de la suprema perfección. Que la desbeatifiquen, por favor». Almudena Grandes. Diario EL PAÍS, 24 de noviembre.
El reciente artículo de Almudena Grandes en el que imaginaba, con esa delectación propia de los seres más primarios, el placer que debía de haber sentido la Madre Santa Maravillas al ser humillada sexualmente por un fornido miliciano -y también sudoroso, en la mente calenturienta de esta señora- no hace sino explicar con una nitidez reveladora uno de los cimientos -sólo uno, aunque de peso- sobre los que se fue construyendo el proceso que desencadenó la Guerra Civil del 36: La justificación de las tropelías que, por motivos extrapolíticos, cometieron los partidarios de la Revolución contra centenares de religiosos católicos, contra los defensores del evangélico amor al enemigo y la búsqueda de la verdadera libertad («La verdad os hará libres»), frente a los que propugnaban, como génesis de su ideología, el enfrentamiento violento de clases y la dictadura del proletariado.
Afortunadamente, contra ella se han alzado voces que, desde la izquierda (como la de Antonio Muñoz Molina), nos recuerdan que existe y existió en los años de la II República una línea de pensamiento -en ambos márgenes del espectro político- sensata, prudente y conciliadora.
El reciente artículo de Almudena Grandes en el que imaginaba, con esa delectación propia de los seres más primarios, el placer que debía de haber sentido la Madre Santa Maravillas al ser humillada sexualmente por un fornido miliciano -y también sudoroso, en la mente calenturienta de esta señora- no hace sino explicar con una nitidez reveladora uno de los cimientos -sólo uno, aunque de peso- sobre los que se fue construyendo el proceso que desencadenó la Guerra Civil del 36: La justificación de las tropelías que, por motivos extrapolíticos, cometieron los partidarios de la Revolución contra centenares de religiosos católicos, contra los defensores del evangélico amor al enemigo y la búsqueda de la verdadera libertad («La verdad os hará libres»), frente a los que propugnaban, como génesis de su ideología, el enfrentamiento violento de clases y la dictadura del proletariado.
Afortunadamente, contra ella se han alzado voces que, desde la izquierda (como la de Antonio Muñoz Molina), nos recuerdan que existe y existió en los años de la II República una línea de pensamiento -en ambos márgenes del espectro político- sensata, prudente y conciliadora.
Joaquín María Cruz Quintás