Lo de Fraga -seamos Francos- puede recordar un poco al Régimen anterior, que es el último que sufrió Cristina Almeida, según confesión personal.
Tan injustificable torpeza ha motivado que los enemigos le recuerden su pasado en la Dictadura, que en el fondo es como querer arrebatarle la santidad a Paulo porque antes perseguía y daba matarile a los cristianos. Tampoco al Azorín que ya escribía en ABC se le podría tildar de anarquista, ni parece adecuado, a estas alturas, acusar a Jiménez Losantos de partidario de la Revolución, a no ser por las formas. El pasado, cuando se contradice con el presente, no tiene mucho valor. El problema llega cuando se acude al cementerio del tiempo y de la nostalgia a depositar guirnaldas en las tumbas. No es el caso del mencionado, aunque sí el de quienes imaginó haciendo de péndulo.
A Fraga de Tarso -el don Camilo de la política española- siempre le ha perdido su temperamento intempestivo, su pronto fernangomeciano, su bocanada rauda, lo cual ha contribuido a camuflar, aderezado con una buena dosis de propaganda, el brillantísimo papel que desempeñó en la llegada de las libertades a España.
Un hombre de la talla intelectual y la sagacidad del senador gallego debería reconocer que esas palabras fueron una broma de mal gusto -aunque expeditiva y lúcida- más propia de una sobremesa que de otro foro. Pero aprovechar las circunstancias para acusarlo de franquista es volver a los cristianos viejos y a la pureza de sangre.
Tan injustificable torpeza ha motivado que los enemigos le recuerden su pasado en la Dictadura, que en el fondo es como querer arrebatarle la santidad a Paulo porque antes perseguía y daba matarile a los cristianos. Tampoco al Azorín que ya escribía en ABC se le podría tildar de anarquista, ni parece adecuado, a estas alturas, acusar a Jiménez Losantos de partidario de la Revolución, a no ser por las formas. El pasado, cuando se contradice con el presente, no tiene mucho valor. El problema llega cuando se acude al cementerio del tiempo y de la nostalgia a depositar guirnaldas en las tumbas. No es el caso del mencionado, aunque sí el de quienes imaginó haciendo de péndulo.
A Fraga de Tarso -el don Camilo de la política española- siempre le ha perdido su temperamento intempestivo, su pronto fernangomeciano, su bocanada rauda, lo cual ha contribuido a camuflar, aderezado con una buena dosis de propaganda, el brillantísimo papel que desempeñó en la llegada de las libertades a España.
Un hombre de la talla intelectual y la sagacidad del senador gallego debería reconocer que esas palabras fueron una broma de mal gusto -aunque expeditiva y lúcida- más propia de una sobremesa que de otro foro. Pero aprovechar las circunstancias para acusarlo de franquista es volver a los cristianos viejos y a la pureza de sangre.
Joaquín María Cruz Quintás