
Recién llegado a Baeza, en 1912, Antonio Machado escribe una carta a Unamuno, en la que afirma: «Cuando se vive en estos páramos espirituales, no se puede escribir nada nuevo, porque necesita uno la indignación para no helarse también». Don Antonio eleva así el clima baezano a la categoría de metáfora de la interioridad de unas gentes que habitan un pueblo «húmedo y frío, destartalado y sombrío, entre andaluz y manchego». Una población de cuya belleza arquitectónica y artística jamás esboza una sola palabra, porque Machado no es un poeta inclinado al esteticismo ni al modernismo de salón. El suyo goza de la hondura, marcadamente española, del espíritu interior (del alma) de los pueblos, corolario de la crisis de la conciencia que es alumbrada durante la España restauracionista.
Pero don Antonio había llegado a Baeza herido de muerte por el fallecimiento de su esposa, la adolescente Leonor. Sus primeros años son, por tanto, de una profunda melancolía. Sin embargo, su experiencia social de los lugareños, de las injusticias que observa, que las profundas desigualdades, de la holganza de clase alta que cercena el progreso de la nación, supondrá una inflexión casi definitiva en su trayectoria poética. Nace (o quizá renace) el Machado rebelde, contestatario. El poeta de acción.
Pero don Antonio había llegado a Baeza herido de muerte por el fallecimiento de su esposa, la adolescente Leonor. Sus primeros años son, por tanto, de una profunda melancolía. Sin embargo, su experiencia social de los lugareños, de las injusticias que observa, que las profundas desigualdades, de la holganza de clase alta que cercena el progreso de la nación, supondrá una inflexión casi definitiva en su trayectoria poética. Nace (o quizá renace) el Machado rebelde, contestatario. El poeta de acción.
Joaquín María Cruz Quintás.